
"La mayoría de los españoles, llamando atrevidamente españoles a todos los que nacieron en la España administrativa y constitucional, no desean la desarticulación del Estado que nos dejó Franco" [La negrita, claro está, es suya]. El parrafito merece análisis por lo mucho que resume y reúne.
Dejemos para el final la visión que Haro Tecglen tiene del Estado en que vivimos y atendamos a la primera noción: la mayoría de los españoles no desea que se desmantele. Lejos de mí cualquier tentación mayoritarista: he pactado con mis semejantes la convivencia bajo el gobierno de los representantes de todos, incluidos los míos, en la esperanza de que, en un equilibrio siempre inestable de individuos y partidos, de tanto en tanto encontraran curso algunos aspectos de mi propio proyecto de nación. La democracia no es el gobierno de la mayoría, sino el de los representantes de todos, que componen mayorías coyunturales para tomar decisiones que se reflejan en la política inmediata, y también en la estructura del Estado, con mayor o menos alcance.

Ahora resulta que la mayoría de los españoles no desea la desarticulación del Estado. Tal vez debiéramos celebrar el reconocimiento de ese hecho, pero no podemos, porque esa mayoría de españoles no tiene derecho alguno frente a ciertas minorías, a las que pretenden, "atrevidamente", meter en su propio saco identitario. Esa mayoría, la de los españoles, se toma la indebida libertad de llamar "españoles", como si fueran iguales a ellos, a los vascos, a los catalanes, a los gallegos, a los andaluces, a los castellanos, a "todos los que nacieron en la España administrativa y constitucional". No en España, sino en una España apenas si administrativa y constitucional.
Imposible precisar si esos dos términos son, para el autor de la frase, sinónimos. Pero está claro que los ha puesto allí para certificar que España no es una nación, sino una estructura administrativa y un acuerdo constitucional. Nada menos. Porque naciones son las otras, las que tienen lengua y cultura propia, aunque hayan reformado la estructura administrativa para ponerla al servicio de sus manejos locales –hasta el punto de lograr que, en el caos general, el batir de alas de la mariposa de la mordida catalana devenga huracán en el Congreso de los Diputados y el palacio de la Moncloa– y aunque hayan contribuido a elaborar y suscrito la Constitución que ahora pretenden reformar y a la que constantemente manosean con la pretensión de envilecerla.

Y nos atrevemos todavía a llamar "españoles" a esos otros que no quieren serlo, que no quieren llamarse así, y que para llamarse de otra forma han empezado por negarnos a nosotros el nombre. Lo de uno es pura incorrección política, rayana en la subversión. Y lo peor es que no entendemos que no quieren llamarse así porque no quieren ser españoles y creen haber hallado la vía para llegar a ser otra cosa.
Hay algo aún más grave en esta persistencia nuestra en la herejía de no desear la desarticulación del Estado (español): además de relapsos, somos imbéciles y no hemos caído en la cuenta de que este Estado (español) dejó de ser el Estado (español) que Franco nos dejó atado y bien atado, a finales de 1975, aunque el paso de uno a otro Estado (español) no se haya formalizado, mediante acuerdos y tras referéndum, hasta finales de 1978. Y, como no nos hemos dado cuenta de eso, seguimos empeñados en la defensa del Estado (español) que nos dejó Franco. No hace falta exponer las premisas del silogismo que conduce a ello para concluir que somos franquistas.
La perversa idea de que catalanes y vascos en su conjunto perdieron la guerra, más allá de las ideologías y las conductas que llevaron a ello a cada uno, desemboca sin remedio en la noción de que cualquier cosa que se enfrente a sus reivindicaciones es, por naturaleza, franquista.

Primero se apartaron del nombre, de la palabra "España", resemantizándola y metiéndola en el baúl del franquismo. Después elevaron sus parcelas de poder local al rango de naciones y explicaron que convivían mal en el marco de un Estado porque esas naciones eran más históricas que otras y, pese a ser sus zonas las más desarrolladas de todas, habían sufrido mucho en el pasado, el remoto tanto como el próximo, y pedían reparación por ello. Tuvieron sobradísimas compensaciones, y recobraron, con la excusa de la modernización, derechos habidos y perdidos en guerras medievales.