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DESDE GEORGETOWN

Libertad, unidad, carácter

Los padres fundadores de la nación norteamericana eligieron un día de noviembre para celebrar las elecciones presidenciales porque era una fecha sin grandes faenas agrícolas. Así facilitaban la participación electoral en una sociedad rural. La fecha de la toma de posesión del presidente parece elegida, en cambio, para desalentar la participación y cualquier exceso retórico por parte del nuevo presidente. El tiempo es el peor del año, el más frío y el más desapacible.

Los padres fundadores de la nación norteamericana eligieron un día de noviembre para celebrar las elecciones presidenciales porque era una fecha sin grandes faenas agrícolas. Así facilitaban la participación electoral en una sociedad rural. La fecha de la toma de posesión del presidente parece elegida, en cambio, para desalentar la participación y cualquier exceso retórico por parte del nuevo presidente. El tiempo es el peor del año, el más frío y el más desapacible.

El 20 de enero de 2005 –encapotado, húmedo y ventoso– cumplió las peores expectativas aunque no llovió, como otras veces.

Nada de eso ha impedido a los nuevos presidentes lanzarse a trepar, o más bien despeñarse, por las peliagudas laderas de la gran oratoria. Es sabido que el presidente Harrison, en 1841, murió de neumonía un mes después de pronunciar un discurso “inaugural” de casi dos horas. Calvin Coolidge fue el más minimalista de todos los presidentes norteamericanos y cuando fue reelegido presidente del Senado se limitó a decir: “Conservad los firmes cimientos de nuestras instituciones. Haced vuestra tarea con el espíritu de un solado al servicio del público. Sed leales al bien común y a vosotros mismos. Y sed breves; por encima de todo, sed breves.” Pues bien, incluso Coolidge, en su ceremonia de toma de posesión de 1924, se permitió incumplir su consejo y pronunció una auténtica lección magistral.
 
Bush, en su segundo discurso de “inauguración”, eligió una vía intermedia. Habló poco más de veinte minutos. Compasivo como es, aunque sea conservador, tuvo en cuenta la inclemencia del tiempo y la incomodidad de sus oyentes, que acabaron siendo menos numerosos de lo que se había previsto. Y calibró que en veinte minutos hay tiempo de sobra para decir todo lo que se quiere decir.
 
El principal redactor de los discursos de Bush es Michael Gerson, un hombre todavía joven (36 años), de confesión evangélica, casado con una coreana (la de Bush, incluso por matrimonio, es la administración más multirracial que se recuerda), ajeno en su aspecto y en su trato al glamour que se podía esperar de su trabajo. Escribe un inglés pulido, elegante sin excesos de sofisticación, adecuado para que la aparente tosquedad de Bush revitalice unos períodos bien medidos. Él mismo dice que cuando escribe sus discursos, en un sótano de la Casa Blanca o en un café, suele pensar en los titulares del día siguiente. A veces, añade, en su oficio se tiene el honor de escribir para la historia. Y en alguna ocasión, una o dos veces en la vida, se escribe para los ángeles.
 
Es evidente que para el discurso de esta segunda toma de posesión de Bush, Gerson y su jefe se tomaron en serio la última opción.
 
Bien es verdad que no dejaron de introducir algún sobreentendido de orden puramente terrenal, como cuando Bush calificó los años de Clinton de año “sabático” en cuanto a seguridad. Pero acto seguido habló del “día del fuego”, en alusión al 11 de septiembre, lo que volvió a colocar el discurso a una altura considerable.
 
En 42 ocasiones habló Bush de “libertad”. De media, una vez cada treinta segundos, lo que aclara las prioridades de su segundo mandato. Como inspiración directa, el libro de Natan Sharansky sobre la democracia, comentado en estas mismas páginas de Libertad Digital, proporciona muchas de las claves de la doctrina Bush sobre la libertad y la democracia.
 
También utilizó en repetidas ocasiones otras dos palabras importantes. La primera, “carácter”, recurrente en los discursos de Bush; la segunda “indivisible”, refiriéndose a la nación norteamericana.
 
En cuanto a esta última, Bush demostró ser muy consciente de que la toma de posesión de un presidente no puede ser un acto partidista, y es más institucional y nacional que puramente personal. Pero la insistencia fue demasiado fuerte como para no ser apuntada. Puede que algunos demócratas no quieran oírla: relacionándola con la reivindicación de la libertad como eje de la política interior y exterior, ofrece las bases de un nuevo pacto e incluso una oportunidad para un Partido Demócrata que sigue sin recuperar el rumbo.
 
La palabra “carácter”, por su parte, ha de ser situada en un contexto preciso: el de un país en guerra, como lo estaba cuando Lincoln –única figura histórica citada– pronunció algunos de sus más hermosos discursos. Planteada la misión, la referencia al “carácter” supone un desafío personal para los norteamericanos. Si se piensa que el discurso está destinado a reafirmar y redefinir la misión de Estados Unidos, proporciona una clave importante para entender a qué resortes está apelando Bush para llevarla a la práctica. Dios, incluido el Dios de los musulmanes, a los que hubo al menos dos referencias, estuvo presente en cada frase del discurso.
 
Durante todos los actos del día de la toma de posesión, Bush se mostró relajado y sonriente. Cuando pronunció el discurso no forzó la nota dramática, pero la seriedad de las palabras y el tiempo sombrío ayudaron a evocar la dureza de la exigencia. Los ángeles no siempre son seres indulgentes y blandos.
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