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ECONOMÍA

Mentalidad pedigüeña

La huelga de transportistas que todos sufrimos la semana pasada es sólo un anticipo de lo que está por llegar. Resulta ciertamente descorazonador observar cómo, ante la más mínima adversidad, los individuos y grupos de presión llaman a la puerta del Gobierno para exigir ayudas costeadas –coacción mediante– por el resto de los españoles.

La huelga de transportistas que todos sufrimos la semana pasada es sólo un anticipo de lo que está por llegar. Resulta ciertamente descorazonador observar cómo, ante la más mínima adversidad, los individuos y grupos de presión llaman a la puerta del Gobierno para exigir ayudas costeadas –coacción mediante– por el resto de los españoles.
Si bien en apariencia esta huelga se ha cerrado sin demasiadas concesiones políticas, el Gobierno ya tiene pensado acudir a la UE para exigir el establecimiento de un "precio político" subvencionado para el gasóleo.
 
Parece que en este país todos los ciudadanos tienen el derecho a exigir que el Estado les garantice una prosperidad mínima: nadie puede perder su empleo y nadie puede quebrar. Los trabajadores deben poder acceder, como mínimo, a un suculento subsidio de desempleo, y los empresarios a la ubre del gasto público. Solbes se ha enorgullecido en varias ocasiones de que el desempleo no será problemático, porque la gente seguirá cobrando del erario, y la ministra de Fomento pretende salvar la papeleta a los constructores mediante más obra pública y vivienda de protección oficial.
 
La corrupción moral e intelectual que ha generado el socialismo y el Estado del Bienestar ha convertido a la ciudadanía en hordas de pedigüeños preocupados por cómo adherir su ruinoso chiringuito al sector público y no en cerrarlo y volver a empezar.
 
En lugar de reconocer sus errores, corregirlos y tratar de evitarlos en el futuro, los españoles ni siquiera se plantean que se equivocaron.
 
Que la construcción de vivienda y el transporte de mercancías por carretera hayan dejado de ser actividades lucrativas para muchos empresarios significa precisamente eso: que esos muchos tienen que cerrar y dedicarse a otras tareas. Sin embargo, pocos han sido los que han planteado abiertamente esta posibilidad. El debate sigue centrándose en si en estos momentos de crisis el Estado puede sufragar el mantenimiento de tal o cual sector o carece de los recursos para ello: el ideal no es la reestructuración, sino una conservación barata.
 
El problema es que las crisis económicas son períodos en los que hay que corregir todas las malas inversiones, en los que el sector productivo debe someterse a cambios de gran calado. Muchos trabajadores se quedarán sin empleo, y muchos empresarios quebrarán. La razón, por trágica que pueda ser, no deja de ser simple: estos individuos se están dedicando a actividades mucho menos necesarias para los consumidores que otras que no están lo suficientemente atendidas. ¿Tenía sentido que cada año se construyeran más de 800.000 viviendas en España, mientras la inversión en materias primas quedaba en segundo plano?
 
Es hora de solucionar estos desajustes generados por los bancos centrales, y para ello no todo el mundo puede seguir haciendo lo que ha venido haciendo. Hasta 2007 España vivió un crecimiento económico artificial (sufragado en buena medida por los ahorradores asiáticos), así que no puede pretenderse que en tiempos de crisis todo siga igual.
 
Si por la subida del precio de los carburantes los europeos salen a la calle, cortan carreteras y queman camiones, ¿qué sucederá cuando el desempleo se extienda de manera endémica?, ¿qué pasará cuando la crisis hipotecaría desemboque en embargos masivos de viviendas?, ¿qué ocurrirá cuando los bancos quiebren y no puedan reintegrar los depósitos a la visa?
 
Con todo, lo más grave no son los perjuicios directos que este incremento de la conflictividad pueda generar. El aumento de la violencia y la erosión de la convivencia social pueden generar vértigo, pero el auténtico riesgo es que se pretenda aplacarlos con concesiones intervencionistas que sólo lograrán perpetuar la crisis y sembrar la semilla de futuros conflictos, de la desintegración del mercado y la sociedad.
 
Tras varias décadas de adoctrinamiento intervencionista, los ciudadanos se creen acreedores de la protección pública. Y es que incluso los estatistas de corte más liberal habían venido defendiendo la idea de un "colchón mínimo" que proteja ante las contingencias y situaciones económicas más desfavorables. Pero la cuestión, tanto cuando crecíamos como ahora que nos hundimos, sigue siendo el la misma: cuán mínimo debe ser ese colchón para que no acabe conformándose un bucle pobreza-protección-pobreza.
 
El Estado no debe perpetuar los errores privados que él mismo ha contribuido a generar. Hay que purgar cuanto antes las malas inversiones, y todo obstáculo que se interponga no hará sino prolongar y agravar la crisis. Habrá que ver si Occidente no sucumbe debido a su mentalidad parasitil.
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