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La apariencia inevitable del conservadurismo

Francis Fukuyama, un joven doctor en Ciencias políticas por la universidad de Harvard, saltó a la primera plana del análisis político cuando en 1992 (1994 en la traducción española de Planeta) publicó su El fin de la historia y el último hombre, un libro donde sostenía que los procesos históricos habían concluido y que se caminaba de manera irreversible hacia un orden capitalista y democrático de características y aplicaciones universales. La caída de la URSS, unida a la juventud, la brillantez y el carácter semioficial de aquellas páginas (Fukuyama llegó a ser analista del Departamento de Estado), proporcionaron a la obra un eco extraordinario, siquiera porque parecía cerrar bajo siete llaves cualquier perspectiva de triunfo futuro del socialismo. El paso de los años y, muy especialmente, la constancia de que no todo ha concluido con un "happy end", ha llevado a Fukuyama en años recientes a matizar su optimista perspectiva haciendo referencia a otros factores inquietantes presentes en las sociedades occidentales. El primer paso en esa dirección fue su libro de 1995 Confianza (publicado en castellano en 1998 por Ediciones B); el segundo - y mucho más importante - es La Gran ruptura.

Para Fukuyama, a mediados de los años sesenta Occidente fue aceptando una serie de valores que no sólo no han demostrado ser positivos en la consecución de sus objetivos sino que incluso están teniendo efectos que distan mucho de ser deseables. Así, desde los años setenta a los noventa, las sociedades occidentales han experimentado una Gran ruptura con su desarrollo previo que plantea desafíos futuros de no escasa importancia. Para explicarlo, Fukuyama llega en esta obra a una serie de conclusiones que entran fundamentalmente dentro del paradigma del pensamiento conservador, es decir, aquel que afirma que existe un elemento natural contra el que no se puede ir a menos que se deseen, al fín y a la postre, resultados perversos. En ese sentido, Fukuyama afirma - y resulta difícil negar que con buena parte de razón - que si la democracia occidental (de la cual la norteamericana es un paradigma innegable) se ha mantenido en pie durante décadas, se ha debido a que su impulso de libertad no cayó en el individualismo y se vio templado considerablemente por un espíritu ético de carácter fundamentalmente protestante (p. 24 ss). Fue esa naturaleza ética y moderadamente social - se intentaba preservar la sociedad, conscientemente o no - lo que permitió la victoria de la democracia porque no sólo liberó fuerzas extraordinarias sino que además las combinó impidiendo que se destruyeran. Frente a esa evolución, la Gran ruptura significó el abandono de esas bases éticas y la entronización de un individualismo que, hoy por hoy, constituye, a juicio de Fukuyama, "la mayor debilidad de las democracias" (p. 22 ss).

Resulta difícil negar que existían razones para que los denominados "movimientos de liberación" de los años sesenta - fundamentalmente feministas y homosexuales - aparecieran. Sin embargo, su existencia y acciones no pueden ser juzgadas acríticamente desde una perspectiva triunfalmente positiva. En realidad, hay motivos más que sólidos para plantearse si no ha sucedido exactamente lo contrario. De hecho, en la práctica, han tenido un efecto de erosión en los sistemas democráticos que no puede despreciarse. La aceptación de sus presupuestos - científicamente muy discutibles - ha tenido como consecuencia directa una sacudida profunda de los valores sociales existentes y con ello el aumento de la delincuencia, la caída de la fecundidad, el aumento de la tasa de divorcio y de nacimiento de hijos ilegítimos, el debilitamiento de la familia y la alarmante disminución de confianza de los ciudadanos en las instituciones. Puede ser políticamente muy incorrecto afirmarlo pero han tenido el efecto de una pedrada en el ojo de la democracia occidental por más que se piense lo contrario. Así, la esencia de la Gran ruptura - un colosal cambio de valores - no ha sido, finalmente, una mayor libertad o una justicia más profunda, como algunos gustarían de creer, sino "el aumento del individualismo moral y la miniaturización consiguiente de la comunidad" (p. 123).

Uno de esos ejemplos -no el único- aducido por Fukuyama es el de la situación actual de las mujeres tras el feminismo. Las pérdidas para las mujeres derivadas del mensaje feminista han sido mucho mayores de lo que podría pensarse a primera vista. En algunos casos, el pago ha sido social, como la caída de la fecundidad; en otros, las víctimas han sido las mujeres pero, en realidad, las grandes víctimas han sido los hijos. De los que difícilmente puede decirse que hayan perdido con el feminismo es de los hombres. En términos generales, no sólo no han visto reducido su peso social en lo que a puestos o salarios se refiere sino que además se han visto libres de una serie de obligaciones que, históricamente, les vinculaban estrechamente con su esposa y sus hijos (p. 162).

Para Fukuyama, resulta obvio que estos cambios sociales están teniendo consecuencias muy negativas y por ello mantener una actitud optimista - en buena medida como la suya hace casi una década - ni está justificado ni carece de peligros. Sin embargo, tampoco puede considerarse este libro como pesimista de cara al futuro. No lo es porque cree que existen posibilidades de volver las cosas a su cauce y con ello evitar el final de las democracias. Así puede ser porque, en primer lugar, como sostiene su autor, el igualitarismo acabará siendo rechazado por la sencilla razón de que la necesidad de una jerarquía se desprende de las circunstancias más elementales de la vida. En segundo, porque el renacimiento religioso puede proporcionar un nuevo sustrato de confianza - recuperando con ello uno de los legados más importantes del protestantismo - que permita reconstituir el orden social demostrando que igualar secularización con modernización es sólo una falacia desmentida por los hechos. No se trata de volver al victorianismo sino de aceptar que sin ese sustrato moral la democracia se enfrentará con peligros crecientes. La historia no ha terminado con un final feliz. De hecho, muestra signos inquietantes de seguir por caminos peligrosos, pero no hay que caer en el pesimismo. La recuperación de determinados valores morales -los mismos que han sustentado históricamente el capitalismo y la democracia liberal- puede tener un efecto saludablemente terapéutico. Sin duda, se trata de un análisis no poco conservador, pero ¿acaso no deben conservarse también ciertas condiciones para evitar la enfermedad o la ruina?

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