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DESDE GEORGETOWN

Un país rojo y valiente

En su segundo mandato, Bush se enfrenta a problemas gigantescos. Es cierto que eso no una novedad. Lo nuevo es que la dimensión de los problemas a los que se enfrenta se debe en muy buena medida a la ambición del propio Bush. Bush podía haber adoptado un tono más bajo en casi todos los temas de la campaña. En vez de eso, escogió el perfil más alto.

En su segundo mandato, Bush se enfrenta a problemas gigantescos. Es cierto que eso no una novedad. Lo nuevo es que la dimensión de los problemas a los que se enfrenta se debe en muy buena medida a la ambición del propio Bush. Bush podía haber adoptado un tono más bajo en casi todos los temas de la campaña. En vez de eso, escogió el perfil más alto.
En cuanto a la situación en Irak, Bush hubiera podido preconizar la salida rápida de las tropas norteamericanas. Los últimos informes sobre la situación iraquí no resultan muy alentadores, y evidentemente el ejército norteamericano está mal preparado para hacer frente a una guerrilla terrorista como la iraquí. En vez de eso, ha apostado por la celebración de elecciones, lo que lleva implícito un apoyo consistente al Gobierno que salga de ellas. Tres riesgos, por tanto, entre otros muchos: el fracaso en el proceso electoral; la posibilidad de un gobierno fundamentalista, y la continuación del terrorismo, sea cual sea el resultado de las elecciones.
 
En cuanto a las grandes propuestas internas, Bush ya se ha impuesto en la reforma de la inteligencia norteamericana, y está dando los pasos necesarios para hacer realidad lo prometido durante la campaña. Primero, un cambio en el sistema de pensiones. Es algo arriesgado económicamente, porque requerirá a corto plazo recursos gigantescos por parte del Estado para suplir las cotizaciones de quienes opten por un seguro privado. También es peligroso políticamente, porque generará una sensación de inseguridad potencialmente explosiva. Los costes políticos de cualquier reforma en el llamado Estado de bienestar son siempre imprevisibles. La reforma de los impuestos parece un asunto menor después de las bajadas de impuestos del primer mandato. Pero el compromiso de la campaña electoral fue muy claro. Los votantes esperan una reforma fiscal que habrá de llegar.
 
Muchos de los riesgos a los que se enfrenta Bush proceden del anquilosamiento y la inadecuación de la administración. La realidad de un presidente republicano asediado en un Distrito Federal que vota demócrata en más de un 90% no es una metáfora impertinente del todo. Si quiere sacar adelante el programa que se ha propuesto, Bush tendrá que reformar los comportamientos, los hábitos y las mentalidades de mucha gente en Washington. Condoleeza Rice se ha hecho cargo de un Departamento de Estado que sigue con el reloj parado antes del 11 S, y a veces se diría que antes de la caída del Muro de Berlín. Rumsfeld, por su parte, tendrá que seguir con la reforma del Ejército. Y así todo.
 
La posición más cómoda habría consistido en bajar el tono: no hacer demasiadas promesas en cuanto a Irak y mucho menos en cuanto a la democratización de los países musulmanes, no hablar muy alto de la reforma del sistema de pensiones, no insistir en un cambio en la fiscalidad. Bush actúa al revés, tal como ya anunció en su primera intervención pública después de las elecciones. Apostó muy fuerte, ganó lo que considera un capital político y antes incluso de finalizar el primer mandato, ha empezado a gastarlo. Lo hará mejor o peor, pero no se le puede negar ni la ambición ni la valentía.
 
Evidentemente, Bush está imprimiendo una huella personal en su acción política. Es demasiado temprano para entenderla con claridad, pero algún día empezará a aclararse el enigma que plantea este hombre de apariencia tan poco atractiva, hijo de un multimillonario tejano que no necesitaba nada de lo que está haciendo para llevar una vida en muchos sentidos envidiable. También es interesante comprobar que en el nuevo equipo de Bush, más aún que en el de antes, abundan las personas (Rice, Cheney, Rumsfeld) que ya no tienen una agenda política propia o que se lo juegan todo en el éxito de este mandato.
 
Además, Bush se siente respaldado por un cambio electoral que algunos progresistas interpretan como una gran marejada reaccionaria, por no decir fundamentalista. Se equivocan en esto último, porque la opinión que se ha expresado en las urnas es por lo esencial moderada, nada proclive a la histeria ni a la paranoia. Pero tal vez no se equivoquen en lo primero. El famoso mapa electoral de la América republicana, que tanto juego está dando en los medios y tantos dolores de cabeza está causando a los demócratas, es significativo: si se recuentan los resultados condado por condado, y no según los Estados, América parece efectivamente un océano rojo, pero –gracias a Dios- por los colores del partido republicano.
 
Otros datos que se empiezan a conocer sobre las elecciones lo confirman. Bush ha ganado en los 19 Estados con mayor tasa de natalidad, y en 25 de los 26 que ocupan los primeros puestos en este ránking. Kerry, en cambio, ganó en los 16 con menor índice de natalidad. Es un dato vertiginoso. Como ha subrayado David Brooks en su columna del New York Times, a Bush le han respaldado las familias que más trabajan, que más ahorran y que más se sacrifican. Por el futuro de sus hijos, no sólo por el suyo propio. Esa es la calidad de la energía que Bush representa. Tal vez de ahí saca la valentía que le lleva a crearse, dentro y fuera, muchos más problemas de los que un político suele estar dispuesto a tolerar.
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