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LIBREPENSAMIENTOS

Una Europa sin judíos

La historia de Europa constituye un dramático testimonio de cómo unos pueblos muy viejos y orgullosos son capaces de provocar problemas gravísimos, de origen interno pero con alcance exterior y mundial, sin saber después cómo resolverlos convenientemente. Por lo general, los dejan latentes e inconclusos, yacentes y durmientes, con la confortable y contemplativa certidumbre de que, finalmente, serán otros, los de siempre, quienes los solucionen. Por ejemplo, qué hacer con los judíos.

La historia de Europa constituye un dramático testimonio de cómo unos pueblos muy viejos y orgullosos son capaces de provocar problemas gravísimos, de origen interno pero con alcance exterior y mundial, sin saber después cómo resolverlos convenientemente. Por lo general, los dejan latentes e inconclusos, yacentes y durmientes, con la confortable y contemplativa certidumbre de que, finalmente, serán otros, los de siempre, quienes los solucionen. Por ejemplo, qué hacer con los judíos.
Los judíos del gueto de Varsovia se alzaron contra los nazis en 1943.
En el año 1922 Hugo Bettauer escribe la novela premonitoria La ciudad sin judíos (Die Stadt ohne Juden). Allí fantasea el autor con una especulación demasiado presente y profundamente arraigada en el subconsciente, y otros bajos fondos, de la sociedad vienesa, representativa a su vez de las pulsiones que bullen desde siglos en muchas ciudades de Europa. He aquí el cuadro expresionista descrito: de pronto, en la barroca y abigarrada capital del imperio austrohúngaro se decreta, a través de una sentencia legal y "democrática", avalada por el Parlamento, la expulsión general de los judíos de la ciudad.
 
De esta manera, reduciendo al absurdo una añeja lógica cultural, la europea, la realidad circunscrita adquiere su auténtica faz. ¿Qué queda de las sociedades y las ciudades modernas y civilizadas de Europa, como Viena o Berlín, si de repente los judíos son borrados del mapa? Muy sencillo, la vida urbana adquiere unos tonos sepia, entre el gris y el negro, un fondo de claroscuro, con tintes inconfundiblemente provincianos. Los Graben, relata Bettauer, pierden su tradicional elegancia, y todo adopta en suma un aire aldeano, entre tirolés y bávaro, de postal de feria bovina. Las autoridades locales, alarmadas ante semejante deterioro, deciden una vuelta atrás y reponer al israelita en su sitio. Pero acaso ya sea demasiado tarde.
 
¿Qué hacer con los judíos? ¿Qué hacer sin ellos, sus aliados y amigos? ¿Cómo desmarcarse de los americanos y constituir un continente frente a unos y a otros? ¿Qué relaciones peligrosas, qué horizontes lejanos, debe buscar apresuradamente Europa para frenar, y aun neutralizar, estas presentidas amenazas para su ser alterado y su identidad consumida, producto curiosamente de un exceso de ensimismamiento, de regodeo en sus propios fantasmas? Hoy Europa simboliza un alma en pena que se ha negado a sí misma, que ha renegado de sus más fértiles constituyentes, provechosas herencias y fieles compañías, para abandonarse en manos de sus propios ejecutores. Sacrificada y resignada, espera su acabamiento. Mientras tanto, vayan por delante algunas víctimas propiciatorias con las que aliviar la voracidad del ogro devorador. La suerte está echada.
 
El huevo de la serpiente vuelve a incubarse. Una Europa sin judíos y sin americanos. ¿Es esto posible? ¿Vale la pena hacer experimentos y jugar con fuego, otra vez? ¿Resulta cabal ofender e irritar a nuestro principal socio hasta hacer que pierda la paciencia? Hoy, hablar de "Unión Europea" supone una flagrante contradicción en los términos: "Lo que une a Europa hoy es el repudio a la guerra, del hegemonismo, del antisemitismo y, poco a poco, de todas las catástrofes que ha fomentado, de todas las formas de intolerancia o de desigualdad que ha desarrollado" (Alain Finkielkraut, En el nombre del Otro. Reflexiones sobre el antisemitismo que viene).
 
André Glucksmann.Europa, en rigor, no tiene un problema con los judíos. Tampoco existe, hablando en propiedad, una "cuestión judía". La asfixiante diabolización del judío y de Israel empollada por Europa comporta en la práctica una actitud tan homicida como suicida. Acaso se trate simplemente de eso. El problema de Europa, entre otros que ella misma estimula, es el antisemitismo. La cuestión palpitante, por tanto, es la "cuestión europea".
 
Aun así, aceptemos los usos corrientes y molientes, en espera de vientos lingüísticos más favorables, y, como hace André Glucksmann en su ensayo El discurso del odio, atendamos a nuestro asunto a partir de la descripción de las "tres cuestiones judías" que han recorrido Europa como un espectro.
 
La primera y más antigua cuestión: el judío molesta. Su presencia incomoda, porque no acaba nunca de desaparecer del todo, y su ausencia inquieta, porque acecha, pues en el fondo se le espera y teme. Sea en términos religiosos o populares, en la conciencia cristiana el judaísmo pesa como un plomo, incómodo e impertinente, una old religion que no acaba de aceptar la novedad, la buena nueva, traída por las Sagradas Escrituras; un extranjero en propia casa, demasiado intelectual y tenaz, demasiado obstinado; un alter ego innecesario y caprichoso, a quien es preciso exigirle que renuncie a su empeño pertinaz y se contraiga definitivamente, o que se vaya con su monserga a otra parte. Pero ¿a dónde?
 
La segunda cuestión judía remite precisamente al tema de la presunta "emancipación", la cual pasa por que los judíos dejen de trajinar errantes de acá para allá, atravesando fronteras y culturas nacionales, poniendo en evidencia la propia inconsistencia europea, y se fijen y asimilen en el interior de los Estados modernos europeos. Este proceso tiene lugar en Europa a partir de la Revolución francesa, al calor de las transformaciones políticas y sociales producidas durante el periodo de las revoluciones liberales.
 
Que el judío, pues, se asimile y sea "nacionalmente europeo", nación por nación, con particularista acatamiento de lo dado, olvidando, como apuntó Hannah Arendt, algo primordial: "Los judíos eran el único elemento europeo en una Europa dividida en naciones". Resultado: inmenso fracaso. Un ejemplo: las doctrinas racistas y antisemitas surgen precisamente de Francia, la emancipadora, la revolucionaria Francia.
 
La tercera cuestión judía, según la descripción de Glucksmann, deviene de las dos anteriores y se atasca en un punto muerto ya presagiado. En el presente, la "cuestión judía" no proviene ya del orden teológico cristiano del mundo, ni de la presión interna de los Estados-nación con vistas a la asimilación o "simbiosis" del judío con los cuerpos nacionales instituidos (o sea, con los presupuestos del nacionalismo más rancio, enemigo a muerte del universalismo y el cosmopolitismo). Proviene, en cambio, del ancestral e incombustible odio antisemita, que lo ha probado todo anteriormente (incluso Auschwitz) y decide ahora afrontar el tema de frente, nuevamente.
 
A los judíos no se les soporta, ni dentro de los Estados nacionales y en su propia patria, ni dentro ni fuera. Si se afincan en Francia, son poco franceses; si en Alemania, falsos alemanes. Si escasean en España o Japón, "antisemitismo sin judíos". Si fundan Israel y desean vivir en paz, libertad y seguridad dentro de sus fronteras, ganadas al desierto y al bandolero con esfuerzo y valor, el sionismo espanta y se le tilda de genocida. Las víctimas, para la conciencia desgraciada mundial, han de pagar el precio del dolor y del sacrificio para mayor gloria del verdugo (doctrina de la ONU); deben renunciar a la memoria y a su pasado, dejar de existir, única forma de que termine la eterna canción, la maldita reclamación.
 
He aquí la lógica impuesta en el corazón de la vieja Europa: antes de Auschwitz se les abandona en manos de sus ejecutores; después de Auschwitz se le condena al silencio. Única salida: la extinción.
 
En realidad, la manoseada historia de la asimilación judíos-Europa no es sino una inmensa farsa. Una broma pesada a cuenta de un pueblo condenado de antemano. O una "revancha póstuma" y un perverso "malentendido", como muestra con gran oportunidad y sutileza el libro de Enzo Traverso Los judíos y Alemania. Ensayos sobre la "simbiosis judío-alemana" (Pre-Textos, 2005), vertido al español en reciente y cuidada edición por Isabel Sancho García.
 
Ha habido, en efecto, una cultura judío-alemana de gran relevancia, nacida de un ánimo de asimilación, lo que supuso en gran medida la secularización de buena parte del espíritu judío y la apropiación del universo cultural alemán. Pero este proceso no adoptó en ningún momento la forma de un diálogo entre dos pueblos, de una "simbiosis judío-alemana", sino de un "monólogo judío". O, como advierte con sagacidad Isabel Sancho en el prólogo del texto mencionado: más que de simbiosis, para reproducir fielmente la situación, sería más exacto hablar de “parasitismo”, es decir, exprimir todo el potencial intelectual y humano de un pueblo al que se ofrece, si acaso, la ciudadanía, pero jamás la nacionalidad, para luego prescindir de él.
 
Comoquiera que fuese, el estatuto intelectual en el seno de la sociedad alemana, principalmente durante los años 20 y 30 del siglo XX, quedó reducido a dos figuras centrales de la modernidad judía: el paria y el parvenu. Dos modalidades distintas de existencia de la judeidad en el interior de un mundo cultural, de una cultura nacional, de la cual está excluida a priori y en la cual no es posible síntesis alguna.
 
He aquí, añade Traverso, "la paradoja de un país que vivió primero la 'perfección de la asimilación' y luego el 'aniquilamiento sistemático' de los judíos". He aquí, en efecto, la paradoja de un país, pero asimismo la parábola tenebrosa de un viejo continente que insiste en renunciar a uno de sus más importantes potenciales, garantía probada de universalidad y de racionalidad. Lo que dice el historiador británico Paul Johnson, en general, de la mente humana en su imprescindible Historia de los judíos podría aplicarse, estrictamente, a la cultura europea: "Sin los judíos, ésta habría podido ser un lugar mucho más vacío".
 
Un lugar sin Heinrich Heine y Karl Marx, Franz Kafka y Sigmund Freud, Edmund Husserl y Max Horkheimer, Theodor Adorno y Herbert Marcuse, Eric Fromm y Franz Neuman. Sin Walter Benjamin, Ernst Bloch y George Lukács, Alfred Döblin y Kurt Tucholsky. Sin Arnold Schönberg y Gustav Mahler, Siegfried Kracauer y Karl Mannheim, Karl Kraus y Joseph Roth. Sin Mendelsshon y Ernst Kantorowicz. Sin Hanna Arendt y Rosa Luxemburgo, Han Jonas y Karl Lowitiz. Sin Oppenheimer y Einstein. Sin Henry Kissinger, Hermann Broch y Mary MacCarthy. Sin Elias Canetti y Saul Bellow. Sin Arthur Schanbel y Arthur Rubinstein. Sin Ernst Lubitsh y Billy Wilder, Max Ophüls y Alexander Korda, Peter Lorre y Elizabeth Bergner, Pola Negri y Conrad Veidt. Sin Charles Chaplin. Sin los Hermanos Marx.
 
Muchos de estos judíos europeos emigraron a Estados Unidos para poder allí comenzar una nueva vida, una vida en libertad y plena creatividad, una vida que el viejo continente, sus naciones de origen, les negaban. ¿Estados Unidos sin judíos? ¿Una Europa sin judíos? Sin este legado, aquí sólo resumido, imagínese, en fin, un mundo sin judíos.
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