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DEMOCRACIA Y JUSTICIA

A propósito de la objeción de conciencia

El 26 de abril de 2005, el Ministro de Justicia del Gobierno de España, Juan José López Aguilar, declaró lo siguiente: "no cabe alegar la objeción de conciencia para cumplir leyes aprobadas por el Parlamento".

El 26 de abril de 2005, el Ministro de Justicia del Gobierno de España, Juan José López Aguilar, declaró lo siguiente: "no cabe alegar la objeción de conciencia para cumplir leyes aprobadas por el Parlamento".
López Aguilar recibiendo el beso de Zerolo, antes de negar el derecho a la objeción de conciencia
El Secretario de Estado de Justicia, Luis López Guerra, añadió: "no existe una cláusula de conciencia en la Constitución que diga que las leyes sólo se obedecerán cuando estén de acuerdo con la conciencia de cada uno". Al día siguiente, 27 de abril, el Catedrático Rafael Navarro Valls responde a las preguntas de la Agencia Zenit y explica: “la objeción de conciencia existe y puede ser ejercida con independencia de que se haya dictado o no tal regulación. […] forma parte del contenido del derecho fundamental a la libertad ideológica y religiosa reconocida en el art. 16.1 de la Constitución”.
 
No sé si es cierto que “no hay mal que por bien no venga”, pero si sé que el proceso de legalización del matrimonio entre personas del mismo sexo nos ha permitido saber qué piensa el Gobierno acerca de la relación entre conciencia y poder político.
 
Según nos explica el ministro López Aguilar, las decisiones adoptadas por instituciones políticas elegidas democráticamente no pueden someterse, ni como hipótesis, al juicio de la conciencia personal. La razón de este modo de pensar reside en que la democracia se entiende como democracia sustantiva o gobierno de la mayoría. Esta visión, que también comparte el Presidente del Gobierno, comprende la representación política como representación receptiva que depende de las demandas de grupos particulares; al tiempo que valora el apoyo electoral en términos de adhesión incondicional a todas y cada una de las medidas gubernativas o parlamentarias.
 
Así piensan quienes, como nuestro Gobierno, no creen que en política exista el bien y la verdad. Es más, ambas categorías, por ser fuente de conflicto y de crispación, deben ser evitadas. Para conseguirlo, ya lo advirtió en abril de 2004 el entonces candidato a la Presidencia del Gobierno, el Ejecutivo iba a asumir una función pedagógica activa que “llenara de contenidos el concepto de ciudadanía” y así “lograra una convivencia avanzada”. Un año después, durante el debate sobre el estado de la nación, J. L. Rodríguez Zapatero asegura sentirse satisfecho porque el Gobierno que él preside ha dotado a los ciudadanos, mediante la extensión y desarrollo de los derechos civiles y políticos, de unos referentes ideológicos y morales que son los que cohesionan a la sociedad española y hacen posible que ésta sea auténticamente democrática.
 
En este planteamiento, la libertad y la libertad de conciencia quedan mal paradas. Y no sólo para los católicos, aunque especialmente para nosotros, sino para todos quienes creen que el poder político debe detenerse ante los dominios reservados de la conciencia.
 
El problema de las sociedades modernas, explicaba el filósofo J. Maritain (1882-1973) en su Conferencia El filósofo en la Sociedad (Foro de la Escuela de Graduados de la Universidad de Princeton, 1961), es “la falta de adhesión interna a ninguna verdad conocida”. El jurista Hans Kelsen (1881-1973), ocupado como su contemporáneo francés en cuestiones similares, resolvía de manera distinta. En su obra ¿Qué es la justicia?, Kelsen escribe: "Porque no sabía qué es verdad, Pilato llamó al pueblo y le pidió que decidiera; y, así, en una sociedad democrática, es al pueblo a quien corresponde decidir, y reina la tolerancia mutua, porque nadie sabe qué es verdad”.
 
La consecuencia de este planteamiento es clara: ni la verdad existe, ni puede ser conocida. De ello se deduce que el poder político es impersonal e inocente. Y sin embargo, ¿puede el poder político situarse más allá del bien y del mal?
 
La cuestión no es nueva, pero cobra actualidad después de haber escuchado al presidente del gobierno decir que las creencias personales ni pueden detener el camino de la ciencia ni tienen significado en la esfera pública. Hoy, más que nunca, conviene recordar que la democracia es lo contrario al absolutismo, al autoritarismo y al totalitarismo. Aunque, para afirmarlo así, sea menester que antes respondamos libre y conscientemente a la gran pregunta: ¿es la democracia el sometimiento de uno a muchos? Si nuestra respuesta es afirmativa, nos veremos obligados a asumir que la política democrática es simple resignación contenida que sólo pueden liberar las urnas. De hecho, así responden los nuevos revolucionarios que confunden libertad con liberación y entienden, como nuestro Presidente, que lo único que permanece en política es el cambio.
 
Ante esta nueva cultura política conviene recordar que no son los gobiernos las instancias legitimadas para llenar de contenido los valores cívicos. Que cuando así sucede, estamos en la antesala, sino la sala, de la dictadura de los espíritus. Que el poder político no es neutro y debe ser juzgado por la conciencia personal. Y que ésta, como garantía de libertad, debe seguir siendo un terreno vedado para el poder político. Conviene no olvidarlo, frente a quienes afirman que las convicciones morales y religiosas son opiniones personales que no pueden juzgar al poder político, porque el derecho a buscar la verdad de las cosas es una potestad personal que debe ejercerse libre de toda coacción.
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