En una reciente semblanza que el teólogo Olegario González de Cardedal ha publicado sobre el arzobispo de Pamplona, monseñor Fernando Sebastián, a propósito de su epílogo al libro “La Iglesia frente al terrorismo de ETA”, el prestigioso académico señala que “mientras la situación política y el ordenamiento jurídico han cambiado, sin embargo, el terrorismo de ETA ha seguido idéntico y, sobre todo, se ha mantenido el apoyo directo o indirecto de un sector de la población vasca, y lo que es más grave, una especie de gozosa o resignada tolerancia por arte del partido político, que persigue el mismo fin de la independencia, aun cuando diga diferir en los medios. Entre tanto esa corrupción interna de las conciencias, derivada de la absolutización de un fin político, llevado a cabo por medios moral y democráticamente inaceptables, ha arrastrado consigo una degradación y esterilización de las conciencias cristianas”.
Conviene, pues, poner un poco de teología, moral en este caso, para contrastar y clarificar el pensamiento y la acción del “Club” de Perpiñán. Indudablemente el primer principio del que hay que hacer memoria es el referido al diálogo. Dicen lo obispos españoles: “Ante cualquier problema entre personas o grupos humanos, la Iglesia subraya el valor del diálogo respetuoso, leal y libre como la forma más digna y recomendable, para superar las dificultades surgidas en la convivencia. Al hablar del diálogo no nos referimos a ETA, que no puede ser considerada como interlocutor político de un Estado legítimo, ni representa políticamente a nadie, sino al necesario diálogo y colaboración entre las diferentes instituciones sociales y políticas para eliminar la presencia del terrorismo, garantizar firmemente los legítimos derechos de los ciudadanos y perfeccionar, en lo que sea necesario, las formas de organizar la convivencia en libertad y justicia”.
Poco contraste necesitan las afirmaciones del documento episcopal que, en sus primeros apartados, insistía en que ante un dilema moral, quien adopta intencionalmente una actitud ambigua, cierra el camino a la determinación de la bondad o de la maldad de esa realidad con la que se enfrenta. Un principio que debemos relacionar con el que señala que “la presencia de razones políticas en las raíces y en la argumentación del terrorismo no puede hacer olvidar a nadie la dimensión moral del problema. Es ésta la que debe guiar e iluminar a la razón política al afrontar el problema del terrorismo. El olvido de la dimensión moral es causa de un grave desorden que tiene consecuencias devastadoras para la vida social”.