Manderlay repite el mismo formato de performance experimental de Dogville, lo cual es una manera hábil de ahorrarse un enorme presupuesto de producción. Todo se rueda en un mismo plató, en interiores, sin apenas decorados y atrezzo. Una buena iluminación y una contundente dirección de actores son casi los únicos ingredientes imprescindibles de esta fábula social.
Grace, la protagonista de Dogville, llega ahora con su padre a Manderlay, en Alabama, un lugar donde no se han querido enterar de que la esclavitud lleva setenta años abolida. Grace, ayudada por los hombres armados de su padre, libera a los esclavos negros del yugo blanco, y siente que es su deber compensarles por las injusticias que han soportado durante tantos años. "Nosotros les trajimos aquí, les usamos y les convertimos en lo que son", afirma Grace, que decide, una vez liberada Manderlay, quedarse con ellos hasta comprobar que se ha establecido una nueva convivencia libre y democrática.
Von Trier pretende indagar en una supuesta mala conciencia americana, de la que se ha hablado mucho desde el 11-S. "Me ha hecho sentir incómoda por ser estadounidense y haber sido tan ignorante", afirmó la actriz Brice Dallas Howard tras hacer el film. Una mala conciencia por el colonialismo presente, por el esclavismo pasado y por una especie de democratismo defectuoso genérico.
Por un lado Grace nos recuerda a la América paternalista "exportadora" de democracia a los países donde no la hay ni la quiere haber (¿Irak?). Después de imponerla por las armas, y comprobar que ni siquiera los "liberados" saben qué hacer con ella, sólo queda el recurso de hacer mutis por el foro. Hacia dentro, el argumento plantea preguntas sobre la condición libre de los ciudadanos en una democracia, y explica irónicamente las posiciones clásicas de los sistemas totalitarios: Los esclavos liberados no saben qué hacer con su libertad, y el poder debe ceñirles a un camino muy estrecho para que no se extravíen. Dicho poder se encarga de reeducar a unos y otros, inculcando una "nueva moral", a base de castigos y correcciones.
Lars von Trier hace una crítica a la democracia americana, una crítica muy elemental que en realidad se puede extender a todo sistema democrático y que no nos lleva a ningún lado. La fórmula del referéndum, que decide lo que es correcto y lo que no, al margen de consideraciones ontológicas o morales, se presenta como el vehículo legal de la arbitrariedad, e incluso de la venganza, en este caso, a través de la pena de muerte decidida por mayoría. Pero no propone Lars von Trier un sistema alternativo. Al igual que el Gangs of New York de Scorsese, Trier sitúa una perversión violenta en el origen mismo de la democracia americana. Sin embargo Scorsese no cayó en el maniqueísmo e hizo intervenir factores mucho más integrales, como el religioso.
Por otro lado, la tesis de Manderlay de que América no está madura para integrar en su seno a otras razas y culturas es muy simplista y un tanto sorprendente. Pero si algún espectador puede percibir una cierta ambigüedad en el desarrollo del film ("Los Panteras Negras y el Ku Klux Klan odiarán mi película", afirmó Trier), dicha imprecisión se deshace al llegar al final. ("Siempre puedo cubrirme las espaldas con la ambigüedad", afirma con descaro el cineasta). Lars von Trier en la cascada de fotos racistas de los títulos de crédito se sitúa al nivel maniqueo –y todo maniqueísmo tiene algo de fascistoide– de Michael Moore, con imágenes de Bush rezando, junto a otras de símbolos nazis o de las Torres Gemelas. Ese final nos revela que estamos ante un típico producto de la izquierda europea más utopista, que ve en América un compendio de contradicciones sociales, pero que se relame en la propia basura de una Europa burguesa y decadente. De hecho, en el origen del guión está la inspiración del gran dramaturgo marxista Bertold Brecht y su Ópera de perra gorda. Además, cabe preguntarse: ¿es tan profundo el conocimiento que el danés Von Trier tiene de Norteamérica que se puede permitir explicarles su país a los americanos?