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BENEDICTO XVI SOBRE LOS MOVIMIENTOS

No sofoquéis los carismas

Hace ahora veintiún años, al término del Sínodo de los Obispos dedicado a los fieles laicos, el Relator de aquella asamblea proclamaba que había sido consagrada la plena ciudadanía de los movimientos en la Iglesia. Es cierto que el amplio y decidido magisterio de Juan Pablo II sobre estas nuevas realidades eclesiales ha contribuido mucho a asentar esa "ciudadanía", pero a pesar de todo, las reticencias no han desaparecido.

Hace ahora veintiún años, al término del Sínodo de los Obispos dedicado a los fieles laicos, el Relator de aquella asamblea proclamaba que había sido consagrada la plena ciudadanía de los movimientos en la Iglesia. Es cierto que el amplio y decidido magisterio de Juan Pablo II sobre estas nuevas realidades eclesiales ha contribuido mucho a asentar esa "ciudadanía", pero a pesar de todo, las reticencias no han desaparecido.
Kiko Argüello con Benedicto XVI

Las acusaciones de espiritualismo, falta de encarnación y milicia romana llegan puntuales desde las filas del sesentayochismo eclesiástico; pero también desde una especie de furor ortodoxo (que por cierto, tiene poco que ver con la verdadera ortodoxia) se lanzan sospechas sobre el particularismo y las originalidades de los movimientos, e incluso desde no pocas curias diocesanas se mantiene viva la alarma frente al camino de estas realidades, demasiado fuera de los esquemas.

Por todo ello, resulta importante saber qué piensa Benedicto XVI sobre la evolución de este fenómeno que ha marcado la reciente historia eclesial, con debates que en ocasiones han sido amargos y nada pacíficos. El Papa lo ha hecho saber con claridad meridiana en un discurso dirigido a numerosos obispos participantes en un Seminario organizado por el Pontificio Consejo para los laicos. Para empezar, ha querido retomar una idea muy querida por su predecesor: que los movimientos y nuevas comunidades son una de las novedades más importantes suscitadas por el Espíritu Santo en la Iglesia para la realización del Concilio Vaticano II. Benedicto XVI explica que en el difícil contexto eclesial del postconcilio, estas realidades irrumpieron de modo imprevisto para insuflar al conjunto de la Iglesia una nueva vitalidad y una esperanza segura.

Giussani con Juan Pablo IIEn un discurso que es todo menos genérico, el Papa señala con precisión las notas concretas que su discernimiento pastoral de tantos años le ha permitido identificar en la experiencia común de estos movimientos y comunidades, por otra parte muy diferentes entre sí. Benedicto XVI señala cinco: empuje misionero, itinerarios eficaces de formación cristiana, testimonio de fidelidad y obediencia a la Iglesia, sensibilidad hacia los más pobres y riqueza de vocaciones. Por esto, el Papa se dirige con extrema claridad a los obispos para decirles que estos movimientos y comunidades no constituyen un problema ni un riesgo excesivo, sino un recurso precioso para enriquecer con sus dones a toda la comunidad cristiana. Un recurso, conviene no olvidarlo, que viene del Señor.

Evidentemente han surgido y surgirán dificultades, pero el Papa advierte que éstas no justifican una cerrazón de los pastores, sino que debe moverlos a un acompañamiento lleno de paciencia y prudencia, a una solicitud paternal que permita poner los dones particulares al servicio de la utilidad común, de modo ordenado y fecundo. Benedicto XVI repasa la experiencia de los últimos decenios y concluye que se han superado muchas incomprensiones y prejuicios, y que ahora resta la tarea de promover una comunión más madura de todos los componentes eclesiales, para que todos los carismas puedan contribuir libre y plenamente a la edificación del único Cuerpo de Cristo.

Es cierto que este discurso se dirigía específicamente a los obispos, y por tanto hay que leerlo en el contexto de otras intervenciones del Papa dirigidas a los diferentes movimientos para tener una imagen completa. Pero no deja de resultar llamativa la frescura y nitidez con la que Benedicto XVI habla a sus hermanos obispos, descartando cualquier a priori receloso o pesimista respecto de estas realidades, que a más de uno causan fatiga. Y así, al referirse a la tarea del discernimiento en aquellos casos en que aún falta un adecuado encaje jurídico, advierte que el servicio de los obispos no debe pretender adueñarse de los carismas, sino que más bien debe guardarse del peligro de sofocarlos, resistiendo a la tentación de uniformar lo que el Espíritu Santo ha querido multiforme, precisamente para edificar y dilatar el único Cuerpo de Cristo.

Para quienes hayan seguido las intervenciones de Joseph Ratzinger en los últimos decenios, no será demasiada sorpresa esta apertura a la variedad de formas en que se realiza la existencia cristiana. De hecho, más allá de estúpidas caricaturas, siempre ha sido un hombre que no sólo ama el orden sino sobre todo la vida, de la que ese orden sólo puede ser custodia y reflejo. Un estupendo discurso que además de formular un juicio autorizado sobre la realidad de los movimientos y nuevas comunidades eclesiales, supone una soberbia lección sobre el ministerio episcopal.

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