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LA VERDAD OS HARÁ LIBRES

¿Por qué necesitamos un juicio moral?

Hans-Georg Gadamer nos ha enseñado que preguntarse por la España del mañana, o por la España del presente, es preguntarse por cómo ha llegado a ser lo que es. El 20 de noviembre de 1990, los obispos españoles publicaron una carta pastoral titulada La verdad os hará libres. La motivación de ese recordado texto era la crisis de la conciencia y de la vida moral “que está afectando a nuestro pueblo”.

Hans-Georg Gadamer nos ha enseñado que preguntarse por la España del mañana, o por la España del presente, es preguntarse por cómo ha llegado a ser lo que es. El 20 de noviembre de 1990, los obispos españoles publicaron una carta pastoral titulada La verdad os hará libres. La motivación de ese recordado texto era la crisis de la conciencia y de la vida moral “que está afectando a nuestro pueblo”.
Felipe González, en la legislatura en la que se publicó 'La verdad os hará libres'

Conscientes de su deber como obispos, sus palabras se encaminaron a la revitalización moral de la sociedad. Escribían sobre la crisis moral en España. Dentro de los síntomas generales de la crisis, se referían al eclipse, la deformación o el embotamiento de la conciencia moral, a la pérdida de la vigencia de criterios y a la tolerancia y a la permisividad, entre otros. Hubo quien recibió este escrito como un torpedo en la línea de flotación del gobierno socialista de Felipe González, máxime si se interpretaba torticeramente el apartado dedicado al transfugismo, al tráfico de influencias, la práctica de la corrupción o la discriminación por razones ideológicas. La cuestión de la mentalidad laicista y de los ataque contra el matrimonio, la familia y la vida ocupaban, también, su lugar destacado.

¿Acaso no estaremos ante un momento histórico en el que se hace necesario un texto como el que acabamos de glosar? ¿Son acaso los problemas que hoy vive la sociedad española menores que los que generaron aquel iluminador texto? ¿No nos encontramos, si cabe, con datos, situaciones, actuaciones políticas, legislativas, sociales, culturales, nuevas, que demandan una clarificación de la conciencia cristiana con un juicio moral atinado? ¿Acaso no se dan síntomas nuevos de desintegración ética y de perversión moral? ¿Las reiteradas y necesarias declaraciones de los órganos competentes, Ejecutivo, Permanente, Secretaría General de la Conferencia Episcopal, sustituyen a un análisis de fondo y de forma capaz de ofrecer las claves en una visión de conjunto, no sólo española sino europea, sobre lo que nos está ocurriendo?

Para ahondar e intentar justificar las preguntas anteriormente formuladas, permítaseme la cita de un texto que, si cabe hoy, está de plena actualidad: el célebre artículo de Benedetto Croce, fechado en 1942, “Por qué no podemos no llamarnos ‘cristianos’”. Decía el filósofo italiano: “La revolución cristiana actuó en el centro del alma, en la conciencia moral y, al destacar lo íntimo y lo propio de dicha conciencia, casi pareció que le proporcionaba una nueva virtud, una nueva cualidad espiritual, de la que hasta entonces carecía la humanidad”.

Vivimos en España momentos de una necesaria nueva imaginación, de una nueva creatividad que articule la identidad de la ciudadanía y que infunda el aliento suficiente para que pensemos que es posible superar los problemas planteados sin repetir la historia. Ese aliento nacerá, única y exclusivamente, de una instancia ética, pre-política, anterior al juego y al mercado de las estrategias y de las actuaciones de los partidos, y de las respuestas coyunturales. La democracia no es algo reductible a la mera institucionalización del sufragio universal para la toma de decisiones de los asuntos colectivos. Lleva en su raíz, para ser auténtica democracia, un orden que se deduce de la centralidad de la dignidad humana. Para el ciudadano, en democracia, la creencia es una fuente de criterio tan legítima o más que cualquier otra de cara a que se incline hacia una determinada opción política. No se puede dejar la conciencia cristiana al socaire de las leyes de las mercancías políticas. La palabra de la Iglesia siempre ha sido significativa en la historia de España. En los momentos de gloria y de esplendor de nuestra historia ha sido decisivamente significativa.

Agustín García Gasco, capellán del PP según Izquierda UnidaSi la palabra de la Iglesia no emerge en tiempo y modo oportuno, la corriente de la política mediática arrastrará cualquier criterio significativo por las aguas de las claves de la interpretación de la pugna entre partidos. Que la Izquierda comunista, o lo que queda de ella, haya calificado al arzobispo de Valencia, monseñor Agustín García Gasco, de capellán del PP por decir que romper con la unidad, libertad e igualdad que caracterizan a la España constitucional es un camino sin retorno a la insolidaridad, es un buen síntoma.

Se da en estos momentos, en las conversaciones, en las tertulias, un fenómeno que caracteriza a nuestro tiempo: la desorientación del juicio sobre la realidad causada por la complejidad y por la ausencia de criterios explícitos dominantes. Esta desorientación afecta, incluso, a la conciencia cristiana. Por eso es más necesaria que nunca la palabra de la Iglesia. Una palabra acrisolada en la sabiduría de la tradición y en la fidelidad al Evangelio. Una palabra que plenifique y que sea capaz de crear una ilusión y un fervor nuevo para afrontar los retos sociales, políticos y culturales.

Más en concreto. Dentro de los muchos síntomas de la desorientación, nos encontramos a estas alturas de octubre de 2005 con un riesgo más que evidente de ruptura de los fundamentos de la convivencia social con la propuesta de reforma del Estatuto de Cataluña. Más allá de las evidentes referencias a los artículos que atentan contra una antropología cristiana, muchos ciudadanos se preguntan cuáles serán las consecuencias y los efectos de este texto y de su aplicación para la convivencia de los españoles. No debemos olvidar que la calidad de la convivencia es una de las manifestaciones más evidentes de la moralidad de la conciencia pública. Si existen riesgos o atisbos de ruptura de los principios que han articulado el progreso reciente de nuestro país; si se dan hoy deslegitimaciones de la historia, de la memoria, de la identidad de nuestro pueblo, ¿acaso los obispos, centinelas de nuestra historia y responsables del pueblo de Dios, no tienen algo que decir que manifieste la comunión profunda en su misión de sacerdotes, profetas y reyes?
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