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Jonathan S. Tobin

El legado de Obama y el veredicto de la Historia

Puede pasar a la Historia como el apaciguador que reforzó a un régimen violento y guiado por el odio.

Puede pasar a la Historia como el apaciguador que reforzó a un régimen violento y guiado por el odio.

La Administración estadounidense está vendiendo el anuncio de un marco para un acuerdo nuclear con Irán como un triunfo histórico del presidente Obama en política exterior. La mayoría de su sector entusiasta en los medios parece estar de acuerdo. El presidente nos ha dicho que ha iniciado un proceso que cierra para Irán el camino hacia la bomba. Y, lo que es igual de importante, lo considera un logro con el que, como sucedió con su colosal iniciativa de sanidad federal, cumplirá sus alardes de cambiar el mundo, que fueron parte destacada de su primera campaña presidencial. Aunque el acuerdo marco con Irán está tan repleto de salvedades y fisuras que le permitirán a Teherán evadir sus restricciones y, en cualquier caso, le concederá impunidad para hacer lo que quiera en diez o quince años, lo que parece una base bastante endeble para cualquier legado. Pero puede que el presidente tenga razón en considerarlo parte integral del mismo. El único problema es que puede que lo que suceda a partir de este momento decisivo no aumente su reputación como pacificador, sino que asegure su lugar en la historia como apaciguador que reforzó a un régimen violento y guiado por el odio.

Es posible que algunas de las esperanzas del presidente se hagan realidad. Puede que los dirigentes iraníes hayan dicho la verdad acerca de no querer construir una bomba, aunque todo lo que han hecho hasta ahora lleve a la conclusión contraria. Puede que mantengan sus promesas y no incumplan un acuerdo que les dará amplias oportunidades para hacerlo, aunque la historia de su régimen nos diga que sería la primera vez que no lo hicieran. También es posible que quienes nos hablan constantemente de la innata moderación del pueblo iraní tengan razón y la apertura de su economía al mundo ponga en marcha cambios fundamentales en su sociedad que transformen su Gobierno y hagan que éste ponga fin a su campaña para socavar la estabilidad de diversos regímenes árabes de la región, deje de apoyar el terrorismo y renuncie a su sueño de aniquilar a Israel.

Si todo eso sucede, el presidente Obama habrá estado en lo cierto y sus críticos, incluidos la mayoría de ambas cámaras del Congreso y el primer ministro israelí Netanyahu, se habrán equivocado. Pero todo lo que sabemos acerca de la naturaleza del régimen al que ha perseguido de forma tan incansable nos dice que eso es algo poco probable.

De hecho, el curso de las negociaciones en las que el presidente ha invertido tanto tiempo y capital político muestra que Teherán está dispuesto no sólo a defender sus opciones nucleares, sino su ideología. Incluso mientras el presidente instruía a sus negociadores para que cedieran en prácticamente todos los puntos clave durante las negociaciones (incluidas la localización de la reserva iraní de combustible nuclear, la conservación de miles de centrifugadoras, la reimposición de sanciones y su reticencia a decir la verdad respecto al alcance de su programa de investigación militar), el régimen islamista expandía su alcance por todo Oriente Medio mediante sus peones y aliados, que afianzaban su control de Siria, Irak, y ahora el Yemen. Tampoco se ha molestado en disimular sus amenazas de destruir Israel (algo que uno de sus principales mandos militares dijo que "no es negociable" apenas unos días antes del feliz anuncio de Lausana). El ruego del primer ministro Netanyahu de que el acuerdo final que se firme en junio incluya el reconocimiento por parte de Irán del derecho a existir de Israel es una vana esperanza que no tiene ninguna posibilidad de cumplirse. No sólo porque los iraníes nunca lo harían, sino porque Estados Unidos no ha pedido tal cosa más de lo que ha exigido que en el acuerdo se incluya que Teherán deje de apoyar al terrorismo o que ponga fin a su fabricación de misiles balísticos.

Tras haber acordado unas medidas que despertarán una economía iraní a la que se podría haber puesto de rodillas si el presidente Obama se hubiera atenido a la estrategia que llevó al régimen a la mesa de negociaciones, la idea de que Teherán modere sus ambiciones no es más que pura fantasía. Tampoco hay motivos para creer que un Gobierno que siempre ha considerado que su programa nuclear era un símbolo fundamental y una clave de su capacidad para derrotar a Occidente vaya a renunciar a sus ambiciones de crear un arma.

Al mismo tiempo, los Gobiernos árabes cuya existencia se ve amenazada por una serie de movimientos subversivos respaldados por Irán, y que son conscientes de que Teherán los tiene en el punto de mira tanto como tiene a Israel, iniciarán ahora sus propias carreras nucleares para conseguir una bomba. Pese a que Obama se aferra a la idea de que lo que ha hecho es ayudar a los iraníes a "ponerse a bien con el mundo", sus vecinos se dan cuenta de que realmente se está reforzando a una peligrosa potencia revolucionaria cuyos objetivos no tienen nada que ver con la paz.

Puede que Obama consiga su acuerdo en junio, y puede que incluso logre reunir suficientes senadores demócratas cuya fidelidad al partido supere a sus principios, a fin de que eviten que se apruebe el proyecto de ley Corker-Mendez, según el cual semejante acuerdo tendría que someterse (tal y como debería, según la Constitución) a la aprobación del Congreso. Puede que el presidente abandone la Casa Blanca asegurando que su diplomacia ha evitado que Irán consiga la bomba; se creerá un gran triunfador, y también lo creerán sus numerosos fans en los medios y en todo el país.

Pero si le quitamos el barniz de falso optimismo y analizamos el acuerdo con estricta y fría lógica, el mejor escenario posible que contempla esta iniciativa es que se aplace la bomba iraní durante una década, aunque Teherán alcance el umbral de potencia nuclear casi inmediatamente. Mientras tanto, se habrá reforzado a un peligroso régimen islamista, los aliados de Estados Unidos se habrán visto debilitados y se habrán sentado las bases para una serie de guerras interpuestas por todo Oriente Medio, así como para un aumento del terrorismo respaldado por Irán. Una valoración más pesimista contemplaría que los iraníes consiguieran subrepticiamente la bomba mucho antes, y que Teherán, envalentonado, se valiera de su reforzado poder diplomático, económico y político para transformar la división entre suníes y chiíes de fuente de tensión regional en una nueva era de guerras de religión en toda la zona, con incontables víctimas e incalculables consecuencias. En cualquier caso, la influencia de Estados Unidos sufrirá un golpe que tendrá un coste igualmente incierto.

El presidente Obama debería disfrutar de la adulación que está recibiendo ahora. Es un hombre joven que ojalá goce de larga vida tras la presidencia, lo que le permitirá contemplar lo que supondrá para el mundo su intento de forjar un legado. Pero ésa es una situación peligrosa para un apaciguador. Si, al contrario de lo que supone arrogantemente, Irán no se convierte en un pacífico socio de Estados Unidos, tendrá todo ese tiempo para responder de su insensatez y afrontar la terrible verdad de la destrucción causada por su irresponsable búsqueda de la distensión con Irán.

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