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José María Marco

Guerras de religión

La Primavera Árabe sacó a la luz la intensidad de las rivalidades y desde entonces el enfrentamiento religioso no ha hecho más que crecer.

La Primavera Árabe sacó a la luz la intensidad de las rivalidades y desde entonces el enfrentamiento religioso no ha hecho más que crecer.
EFE

En su último discurso sobre el Estado de la Unión, Obama afirmó que los conflictos de Oriente Medio tienen milenios de duración. Como era de esperar, la afirmación suscitó un considerable revuelo. Hay quien la ha interpretado como una forma de quitarse de encima la herencia de la colonización, y también ha sido interpretada como una forma de afirmar que los conflictos de Oriente Medio no tienen solución o, algo sólo aparentemente más sofisticado, que los conflictos de Oriente Medio son de una naturaleza ajena a quienes vivimos en democracias liberales. Más concretamente, que se trata de conflictos religiosos, de esa clase que en el mundo desarrollado ya no se dan hace siglos.

La idea traduce el convencimiento de que la historia tiene un sentido irremediable, y que ese sentido abraza el camino que lleva a la democracia liberal. Se puede aceptar, pero de esa premisa se debería deducir que las democracias liberales, habiendo alcanzado un grado superior de civilización y de cultura, estarían en la obligación de ayudar al resto de la humanidad a alcanzarlo a su vez. No parece haber sido esa la estrategia de la Presidencia de Obama. La frase de Obama daría a entender más bien que no conseguiremos nunca entender la naturaleza de esos conflictos, ajenos a cualquier racionalidad, es decir al sistema de valores propio de las democracias liberales.

En sí misma, la frase refleja también el convencimiento de que los conflictos religiosos, como los que sacuden ahora mismo Oriente Medio, son un hecho irremediablemente pasado. No es del todo así. En Europa se vivieron conflictos de raíz religiosa, o teñidos de religiosidad, hasta no hace mucho tiempo. En los Balcanes, hasta muy recientemente, casi al principio del siglo XXI. En España, la devastadora violencia anticatólica fue seguida de un intento de implantar una utopía nacionalcatólica que sólo se derrumbó en los años 60. Y resulta difícil comprender el exterminio de los judíos europeos sin tener en cuenta la perspectiva religiosa, en este caso el proyecto de acabar con Dios.

En lo que se refiere a los conflictos de Oriente Medio, el islamismo, que es el intento de fundar un Estado (islámico) basado en la sharía, la ley islámica, es una ideología nacida en los años treinta del siglo pasado. No hay islamismo moderado, porque el islamismo plantea la unidad indisoluble de la política con la religión, aunque sí que hay formas diversas de entender cómo se produce. Aquí es donde entran las diferentes formas de entender el islam, chiitas y sunitas. El pleito data del siglo VII, no mucho después de la muerte del Profeta, pero el enfrentamiento actual data de la revolución iraní, cuando Jomeini reivindicó la primacía de su islamismo, y fue respondido desde Irak.

La invasión de Irak en 2003 acabó de destruir el equilibrio entre poblaciones chiitas y sunitas establecido en muchos Estados de mayoría musulmana, cada uno con su reparto específico de mayorías y minorías (Irak, Siria, Baréin). La Primavera Árabe sacó a la luz la intensidad de las rivalidades y desde entonces el enfrentamiento religioso no ha hecho más que crecer y combinarse de forma cada vez más inextricable en las luchas de la zona, con la intervención cada vez mayor de Irán (chiita) en la política global de Oriente Medio y una respuesta siempre más dura de los regímenes de hegemonía sunita. Muchas cosas que antes no lo estaban están ahora impregnadas de religión. No para bien, sin duda alguna, porque la religión hace intratables los problemas políticos, pero en cualquier caso no como una manifestación de algo "milenario". Todo esto es una historia muy moderna.

En el fondo de la reflexión de Obama hay también la idea de que la religión pertenece al pasado –o al menos así debería ser–, a menos que se reduzca a una esfera puramente privada, como si la secularización definiera la esencia misma de la modernidad. No es cuestión de simplificar en este punto, pero por seguir con el hilo del islam, es posible preguntarse si este planteamiento, que ha sido el propio de las democracias liberales, es el más correcto a la hora de encarar con sinceridad el problema suscitado por una población como la musulmana, con los mismos derechos políticos que el resto de los ciudadanos de los países europeos, pero que no está dispuesta a perder su identidad religiosa. Posiciones como las derivadas del laicismo o, en otro registro, excesos como los de la reciente portada de Charlie Hebdo en recuerdo de los ataques de hace un año, no contribuyen a entender ni a hacer comprensible una realidad cada vez más difícil de negar, como es la presencia de la religión y las religiones en las sociedades modernas. No se trata de prohibir nada, claro está: tampoco la posible blasfemia. De lo que se trata es de no prohibirnos a nosotros mismos la posibilidad de ver las cosas como tal vez sean o están llegando a ser.

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