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CARTAS A UN JOVEN ESPAÑOL

Aznar: la libertad, en el museo

Estas diecisiete cartas morales contienen una frustrante paradoja, típica del pensamiento del Aznar ex presidente del Gobierno. Su asunto es la libertad humana en su textura empírica más genuina; todo lo que por naturaleza es bueno que el hombre haga con su libertad aquí y ahora, desde cuidar de su hacienda a buscar la verdad, y que, esencialmente, se resume en el mandato kantiano de hacer a los demás lo que uno quiere hacer para sí.

Estas diecisiete cartas morales contienen una frustrante paradoja, típica del pensamiento del Aznar ex presidente del Gobierno. Su asunto es la libertad humana en su textura empírica más genuina; todo lo que por naturaleza es bueno que el hombre haga con su libertad aquí y ahora, desde cuidar de su hacienda a buscar la verdad, y que, esencialmente, se resume en el mandato kantiano de hacer a los demás lo que uno quiere hacer para sí.
La libertad por la que somos humanos, nos dice este libro, no es la del buen salvaje, sino la que obedece a la razón, una razón que Aznar traduce en dos preceptos: responder de nuestras acciones y comprometerse con quienes no tienen libertad a causa de la tiranía. En este sentido, el lector encontrará una pedagogía de la libertad individual enfocada no tanto al derecho subjetivo como a ese "derecho ajeno" del que habla J. Pieper: la idea de que, en sociedades con inflación de derechos como la nuestra, la justicia, ese "dar a cada uno lo suyo", debe recuperar el sentido de restitución de la autonomía ajena que tenía en la Antigüedad.
 
El núcleo de estas Cartas a un joven español son las cuatro dedicadas a la libertad: dos a la política y otras dos a la económica. Aznar expone en ellas la sustancia de sus ideas, mientras va desplegando la cartografía de teóricos liberales y economistas clásicos que le guían y le ubican en la tradición. El apéndice bibliográfico, comentado por el propio Aznar, ayudará al lector no sólo a profundizar en la cultura universal de la libertad, sino a entender mejor las ideas del ex presidente a la luz de su propia constelación intelectual. Ortega, Smith, Burke, Aron, Popper, Revel, Mises, Tocqueville, Hayek son algunos de los integrantes de esa Academia de la Libertad a la que ningún lector interesado en el conocimiento de la acción humana, joven o maduro, español o chino, puede dejar de acudir.
 
Aznar transmite a su joven corresponsal una idea animista de la libertad, a la que considera una fuerza de la naturaleza capaz de doblegar a cualquier enemigo. Está pensando en una libertad relativa, racional y concreta, es decir, concernida por la libertad de los otros, por la razón natural y por las circunstancias históricas, el aquí y el ahora de Ortega. El meollo de la ciencia de este libro está ahí. Libertad, nos dice, "es la capacidad del hombre de decidir su propio futuro e inventar su destino". Esa capacidad es innata, y su realización depende "de la tradición, de la naturaleza y de la razón humana". Su potencia es tal, afirma, que "cualquier régimen político que niegue la naturaleza racional y libre del ser humano está llamado a fracasar, antes o después".
 
El museo del siglo XX, con su sala del horror totalitario y su sección de grandes redenciones, ambas debidamente replicadas en el mundo real del XXI con la cobardía o el coraje de gobernantes y gobernados ante los nuevos y viejos enemigos de la libertad, quizá aconsejen moderar un poco la fe en la voluntad humana por preservarla.
 
Lo sensato sería dejar la partida en tablas, suspendida sine die y hacer un seguimiento atento y escéptico del potencial del hombre para lo mejor y para lo peor. En "De la libertad civil", incluido en sus Ensayos políticos, David Hume considera con la mayor cautela las leyes de la ciencia política: "No sabemos con certeza qué grado de refinamiento es capaz de alcanzar la naturaleza humana en la virtud y el vicio, ni lo que a la humanidad puede deparar una gran revolución en su educación, costumbres y principios". Al escocés y a otros de su cuerda empirista, como Locke, se les pondrían los pelos como escarpias al contemplar el empuje idealista de nuestro autor.
 
No es que Aznar ignore la frágil textura de la libertad. De hecho, lo singular y audaz de su liberalismo es esa idea de la libertad como "derecho ajeno", frágil precisamente porque es relativo y depende no sólo de cómo respondamos de nuestra propia esfera de autonomía, sino de cuánto estemos dispuestos a hacer por la restitución incesante de la de los demás. Sin embargo, nuestro autor, que alcanza en el plano de las ideas la claridad moral, el rigor con el legado intelectual y una pulcritud estilística que ningún otro estadista español ha alcanzado en sus textos, si exceptuamos a Canovas y, quizá, al Azaña de La velada de Benicarló, cae en flagrante contradicción cuando se inhibe de proponer a su joven corresponsal un programa concreto para esa libertad concreta del aquí y el ahora sobre la que tan certeramente coloca el foco, por ser el nudo de toda reflexión relevante sobre la buena sociedad y el buen gobierno.
 
Su visión de la virtud natural del Estado, en este sentido, roza la teoría de la aurora boreal, o, para ser más exactos, refleja una insoluble dualidad entre el liberal y el conservador, entre el lector voraz de la doctrina clásica de la propiedad privada y el realista hobbesiano que sabe que sin un pacto, por el que entregamos algo de soberanía, no podemos preservar con garantías la vida, la hacienda y la intimidad.
 
Lo que propone a su joven pupilo, sin embargo, es la ilusión de que se puede ser liberal y aceptar que los ciudadanos saben que, "más allá de los impuestos, el Estado respeta y vigila sus propiedades" (p.135), o que el Estado puede llegar a expropiar bienes siempre que sea por el bien común y pague un justiprecio por ellos (p.132), o que el Estado liberal sabe autorregularse y es capaz de "pensárselo dos veces antes de intervenir" (p.141), o que hay campos de la vida privada en los que es legítimo que el Estado interfiera por medio de impuestos y de su corolario, el gasto público.
 
De estas cartas se desprende la idea de que el Estado es virtuoso y no un simple mal menor. Para el autor, estamos ante un cooperador necesario de la libertad, si bien a su pesar, porque su naturaleza le pide recortarla, y al nuestro, pues estamos interesados en preservarla de toda injerencia.
 
La mentalidad de Aznar está enraizada en la doctrina de Hobbes sobre la propiedad, y, aún antes en el tiempo, en la de Domingo de Soto. Para estos autores, el Estado tiene sentido sólo si garantiza el cumplimiento de los contratos y el respeto a la inviolabilidad de la propiedad. Juan de Mariana, otro escolástico tardío de la Escuela de Salamanca, como De Soto, llega a justificar el tiranicidio como respuesta legítima de los individuos a la injerencia del gobernante en la devaluación de la moneda, una política que Mariana considera un atentado contra la propiedad.
 
Lo que ocurre es que el ex presidente, que sabe más que Hobbes y que los autores de la Segunda Escolástica porque domina una perspectiva histórica que éstos no tenían al considerar la evolución del contrato originario entre el individuo y el Estado y, por tanto, puede y debe aplicar a su análisis la cautela empirista prescrita por Hume a los teóricos de la política, aconseja a su joven corresponsal no un programa para limitar el poder del Estado, como se esperaría de un liberal, sino una fe ciega en el mismo. Si la libertad es concreta para esta sociedad y para este tiempo, los límites del poder también deben serlo en esta sociedad y en este tiempo. Pero Aznar no da el paso de fijarlos en su interesante libro.
 
Ésa es la frustrante paradoja de que hablábamos al principio. Se manifiesta, además, cuando Aznar reflexiona sobre el sistema político que la libertad necesita para procurar la felicidad.
 
Nos dice que las características de ese sistema son el pluralismo, el imperio de la ley y unas instituciones sólidas. También nos dice que esos principios se recogen en la Constitución española de 1978. Como ex jefe del Gobierno y como observador perspicaz de la realidad, Aznar no puede ignorar que esos formalismos no han servido de mucho para evitar la crisis de la libertad y de la nación que padece España. Ni el pluralismo, que da entrada en el juego de las mayorías al nacionalismo enemigo de la libertad y de la nación, ni la ley, que puede ser retorcida para excarcelar a un terrorista, ni las instituciones, tomadas al asalto por el Gobierno, han sido condiciones ni garantía de nada que pueda considerarse mínimamente respetuoso con la libertad en España.
 
Por otra parte, en su carta sobre la libertad económica, Aznar defiende la virtud de un Gobierno basado en los principios, frente a otro que persiga sólo la buena gestión, un Gobierno tecnocrático. La democracia virtuosa consiste, nos dice, en la alternancia de Gobiernos con principios distintos. Pero, bien pensado, esto es terrible, porque implica que, para nuestro autor, que ya nos ha dicho que el Estado sabe autorregularse (pero él no le va a indicar a su pupilo cuáles son sus límites, cuántos impuestos puede extraernos y hasta dónde puede entrometerse en nuestra hacienta), un Gobierno de principios liberales, que respete el espíritu y la letra de la ley, que considere sagrada e inviolable la propiedad y los contratos privados, es intercambiable por uno de principios colectivistas, como de hecho se ha verificado en España en 2004, con las consecuencias por todos conocidas en términos de inseguridad jurídica, persecución de ciudadanos y periodistas opositores (¿alguien ha olvidado la grave detención de dos afiliados del PP en los albores del nuevo régimen?), toma de empresas por amigos del Gobierno y legitimación política del terrorismo. Todo eso tiene su encaje en la lógica del "Gobierno de los principios" que postula Aznar, en la que unos principios pueden ser igual de legítimos que sus opuestos.
 
El problema de estas interesantes y bien escritas cartas es ése: que defienden con acierto y audacia el ideal de una libertad concreta en el tiempo, una libertad del aquí y el ahora, y asignan al individuo la responsabilidad de preservarla y transmitirla como legado, mientras, al mismo tiempo, observan el mundo fuera del tiempo, desde la sala de un museo de las Ideas.
 
Nuestro autor parece estar pensando en el Gobierno que Platón tenía en mente en el Libro I de las Leyes, cuando, al criticar el realismo de la legislación de Creta, creada desde, por y para la guerra, una guerra total en la que "en público", dice Clinias, "todos somos enemigos de todos y en privado cada uno es enemigo de sí mismo", distingue tres tipos de legislador: el que destituye a los malos del Gobierno, los destierra y entrega el poder a los buenos y sabios, el que lo otorga a los buenos y obliga a los malos a integrarse y ser gobernados por leyes virtuosas y, finalmente, el preferido por Platón, el que procura la reconciliación por medio de leyes virtuosas.
 
Aznar parece estar pensando en este tercer modelo platónico, pero cuesta creer que su paso por la responsabilidad de la primera magistratura del Estado y el linchamiento público a que fue sometido por los enemigos de la libertad, precisamente, por intentar gobernar desde los principios, defendiendo al individuo frente al poder del Gobierno, no haya dejado en él una ciencia más realista y escéptica sobre "el grado de refinamiento que es capaz de alcanzar la naturaleza humana en la virtud y el vicio", como observó Hume.
 
¿Qué tiene que ocurrir en España para que las mejores mentes de la derecha liberal asuman que el proyecto de 1978 debe ser mejorado por otro que limite con claridad el poder del Estado y haga indiferente para la propiedad, los contratos, la vida y la intimidad de las personas el hecho de que gobierne un partido u otro, unos principios u otros? La llamada tercera vía de Rosa Díez, Fernando Savater y Mikel Buesa ya ha lanzado con audacia ese debate. Y, después de todo, la izquierda traicionera y cainita instalada en el Gobierno está realizando la ruptura constitucional por la vía de los hechos consumados.
 
¿Por qué Aznar, en sus cartas, ha decidido ocultar el estado de la libertad concreta, la libertad del aquí y el ahora, a un joven español del siglo XXI? ¿Por qué, teniendo ciencia, experiencia y genio para enseñarle las oportunidades y los peligros reales que acechan a la libertad, se ha conformado con llevarle al museo?
 
 
JOSÉ MARÍA AZNAR: CARTAS A UN JOVEN ESPAÑOL. Planeta (Barcelona), 2007, 203 páginas.
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