
Desde que Roth provocara un revuelo nacional en 1969 con El lamento de Portnoy y se ganara en aquel entonces el rechazo de buena parte de la comunidad judía, su obra y su vida se han mezclado hasta el punto de que resulta imposible discernir la ficción de elementos autobiográficos que se adivinan, sobre todo, en la lista de obsesiones recurrentes que aparecen una y otra vez en sus libros: el poder del sexo, la angustia existencial, el deterioro físico, las imprevisibles consecuencias que se derivan de actos impulsivos. Al final, su impronta personal dejará más huella que su intención de componer un friso socio-político de Estados Unidos en novelas como Pastoral americana (1997), Me casé con un comunista (1998), La mancha humana (2000) o La conjura contra América (2004).
Como Woody Allen en el cine, Philip Roth lleva toda una vida conjurando sus demonios particulares, y en esta última etapa, azuzado por su propia mortalidad, en sus novelas se siente la urgencia por invocarlos, tal vez como una suerte de amuleto para ganar tiempo y, así, concluir el ciclo vital de su obra. No es casualidad que en Elegía un hombre repase desde la muerte lo que fue su vida: una serie de sucesos marcados por el deseo, la enfermedad y la muerte. Un año después Roth volvió a la carga con Sale el espectro, resucitando en un acto final a uno de sus alter ego, Nathan Zuckerman, convertido en un novelista de éxito, pero reducido a una senectud que le impide dar rienda suelta a uno de los temas favoritos de su creador: la seducción y el dominio sexual.

Una vez más, Roth recrea el mundo de su adolescencia en un barrio humilde de Newark, Nueva Jersey, que es el equivalente judío al mítico Sur que William Faulkner inmortalizara en el ficticio condado de Yoknapatawpha. El protagonista de Indignación vive bajo las normas de una arquetípica familia de la clase trabajadora. Pero el chico Messner sueña con escapar de un destino tan gris como el de su padre, un laborioso carnicero obsesionado con los peligros que podrían acechar a su único y bien amado hijo. En su empeño por huir, acaba como pez fuera del agua en una universidad rural y conservadora en Ohio, el otro extremo del mundo que dejó atrás. Como era de esperar en una novela de Roth, el muchacho se embarca en un viaje de iniciación y sin retorno pasando por los rituales sexuales, el choque cultural, la inexperiencia y, en última instancia, una cadena de pequeños errores que desencadenan el trágico final de Marcus Messner, tal y como había presagiado su infeliz padre en sus más terribles pesadillas.

Tal vez por lo repetitivo de su temática y el carácter unidimensional de su protagonista, desprovisto de la textura y complejidad de personajes más logrados, como Zuckerman o el profesor Kapesh, Indignación es una novela de fácil lectura pero que no deja huella. El mejor Philip Roth no se halla entre sus páginas, tal vez porque se trata más de una apuesta personal por demostrar que está ahí y sigue vivo, que de ahondar en su infinita capacidad para la provocación, la ironía, el angst.
Desde hace años Philip Roth vive apartado de todo en una granja situada en la zona de los Berkshires, en el noreste del país. En su interesante libro The creative habit: learn it and use it for life (2003), la coreógrafa Twyla Tharp lo cita como ejemplo de disciplina y rigor, al describir su existencia como una burbuja creativa: el eterno aspirante al Premio Nobel de Literatura escribe siete días a la semana encerrado en su estudio y agradece vivir sin las continuas interrupciones que, a su juicio, conlleva la vida en pareja. En su vejez, sus máximas son: la comida, la escritura, el ejercicio, el sueño y la soledad para aprovechar al límite la capacidad creativa, su única pasión desde que renunció a una agitada vida sentimental y otras distracciones mundanas.
El más grande escritor vivo estadounidense aguarda, fortificado y vigilante, una cita ineludible. Entre tanto, con cada una de sus novelas burla a la muerte.
PHILIP ROTH: INDIGNATION. Houghton Mifflin (Boston), 2008, 256 páginas.
GINA MONTANER, periodista y escritora.