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CONTRA EL OLVIDO

Elie Wiesel y la preservación de la memoria

"Dime –le pregunta el niño que alguna vez fue–, ¿qué has hecho con mi futuro? ¿Qué has hecho con tu vida?". Y él responde que lo ha intentado. Que ha tratado de mantener viva la memoria. Que ha procurado luchar contra los que quieren olvidar. "Porque si olvidamos", advertirá al Comité Nobel en 1986, "somos culpables, somos cómplices". Él es Elie Wiesel.

"Dime –le pregunta el niño que alguna vez fue–, ¿qué has hecho con mi futuro? ¿Qué has hecho con tu vida?". Y él responde que lo ha intentado. Que ha tratado de mantener viva la memoria. Que ha procurado luchar contra los que quieren olvidar. "Porque si olvidamos", advertirá al Comité Nobel en 1986, "somos culpables, somos cómplices". Él es Elie Wiesel.
Elie Wiesel.
En el primer volumen de sus memorias, Todos los torrentes van a la mar (1996), Elie Wiesel narra la siguiente anécdota.
 
Un día de 1936, esto es, cuando contaba ocho años, Elie acudió con su madre a ver al rabino de Wizhnitz –una eminencia en la Torah (Pentateuco)–, que se encontraba de visita en su pueblo natal, Sighet (Transilvania). En un primer momento se quedó a solas con el rabino; luego salió y dejó paso a su madre. Cuando ésta, a su vez, abandonó la habitación, vio que tenía la cara cubierta de lágrimas y que no podía parar de llorar. El pequeño Elie le preguntó una y otra vez qué le pasaba, cuál era la causa de su angustia, pero no obtuvo respuesta. Insistió durante días. Infructuosamente. Su madre jamás le dijo una palabra. Apesadumbrado, se interrogó acerca de qué pudo haber hecho mal para avergonzarla.
 
Le tomaría veinticinco años averiguar la verdad, y lo haría en otro rincón del mundo. En Manhattan.
 
Un día, un primo suyo que estaba a punto de someterse a una operación difícil le pidió que se acercara al hospital a bendecirle. Aunque no ejercía oficio religioso alguno, Wiesel, que por entonces tenía 33 años, se aprestó a cumplir los deseos de su pariente. A los pocos días éste, ya recuperado, le develó el enigma del encuentro misterioso de Sighet. Su madre le había contado. El rabino de Wizhnitz había dicho: "Sara, debes saber que tu hijo será un gadol b'Israel, un gran hombre en Israel, pero ni tú ni yo viviremos para verlo". Exactamente cincuenta años después, Elie sería galardonado con el Premio Nobel de la Paz.
 
Elie Wiesel no olvida, y nos cuenta en el segundo volumen de sus memorias: Y el mar nunca se llena (1999), que al momento de recibir la más alta distinción que confiere la humanidad no pudo evitar pensar en su madre, en su padre y en su hermana menor, asesinados durante el Holocausto:
No oigo el aplauso, no oigo nada, y luego todo lo que oigo son las lágrimas invisibles que fluyen por mi alma, las plegarias que mis padres muertos recitan en las alturas, el llamado de mi pequeña hermana Tsipouka, cuyo sufrimiento debió haber extinguido el Sol por toda la eternidad.
Wiesel tenía quince años cuando fue deportado junto con toda su familia a los campos de exterminio nazi. Sólo él y sus dos hermanas mayores sobrevivirían a lo que el propio Elie denominó "el reino de la noche". Luego de la guerra fue llevado a un orfanato en Francia, adoptó el francés como idioma –pues no podía seguir hablando en la lengua de los asesinos–, estudió filosofía en la Sorbona, enseñó hebreo, trabajó en coros y, luego, se orientó al periodismo. Su primer trabajo lo obtuvo con Zion in Kamf, publicación en yiddish del Irgún, un movimiento de resistencia judío que operaba en Palestina, y luego pasó al Yediot Aharonot, hoy uno de los más grandes diarios de Israel pero entonces un periódico menor.
 
Durante un decenio, Wiesel rehusó abordar su pasado. "Tan pesada era mi angustia –escribió en Un judío hoy (1978)–, que hice una promesa: no hablar, no tocar lo esencial durante por lo menos diez años. Tiempo suficiente para ver con claridad. Tiempo suficiente para volver a adueñarme de mi memoria. Tiempo suficiente para unir el lenguaje del hombre con el silencio de los muertos".
 
Fue un escritor católico, y en el marco de una entrevista inconexa, quien le alentó a tomar la pluma. Un año más tarde, Wiesel envió el manuscrito –que escribió "bajo el sello de la memoria y el silencio"– a quien acabaría convirtiéndose en su amigo y mentor: François Mauriac. Se trataba de La noche, el ensayo más aclamado de toda su obra, tan singular y rica, compuesta por más de cuarenta títulos de ficción y no ficción. Desde su aparición, en 1960, La noche ha vendido más de diez millones de ejemplares y sido traducida a 30 idiomas.  
 
Su éxito descollante eclipsó los humildes orígenes de este ensayo poderoso, así como los muchos senderos que debió transitar antes de poder ver la luz del día. Inicialmente tenía 900 páginas, estaba escrito en yiddish y llevaba por título …Y el mundo callaba. La primera edición apareció en Buenos Aires en 1956: la editó la Unión Central Israelita Polaca, bajo la guía de Mark Turkow. Tenía 253 páginas, y se tiraron 1.500 ejemplares.
 
La versión francesa constaba de sólo 127 páginas y llevaba un prólogo de Mauriac, el más prominente escritor galo del momento (ganó el Nobel en 1952). Aun así, fue rechazado por la mayoría de las casas editoriales de París. La que se lo quedó: Les Éditions de Minuit, vendió poquísimos ejemplares. La traducción al inglés enfrentó similares problemas. El agente literario y amigo de Wiesel, Georges Borchardt – sobreviviente del Holocausto–, lo envió sin éxito a quince editoriales de Nueva York entre 1958 y 1959. Finalmente lo dio a la imprenta Hill & Wang. Recibió críticas positivas.
 
Con el cambio de década, las cosas cambiaron. En 1960 unos agentes israelíes secuestraron a Adolf Eichmann en la Argentina y lo trasladaron a Jerusalén. El juicio al jerarca nazi, celebrado en 1961, suscitó la atención internacional e instaló el tema de la Shoa en el interés de la opinión pública. Para los años setenta, el Holocausto era enseñado en universidades estadounidenses, y para los noventa La noche era ya un texto fundamental en universidades y escuelas.
 
Cuando apareció La noche, muy pocos estaban dispuestos a escuchar a los sobrevivientes. Imperaba la negación; no el negacionismo perverso contemporáneo, que desmiente la existencia de la Shoa, sino una actitud negadora de la realidad por inabarcable. El Diario de Ana Frank había aparecido en 1952 y alcanzado gran repercusión, pero se trataba de un libro sentimental, incluso optimista, que no llegaba a mostrar los horrores de los crematorios y las cámaras de gas. Wiesel ponía a los lectores ante ese infierno de muerte y destrucción al que la joven alemana aún no había arribado cuando escribió su conmovedor diario. Tampoco pudo llegar a documentar su propia muerte trágica, en Bergen-Belsen.
 
Elie Wiesel ha dicho: "Donde termina el libro de Ana Frank empieza el mío". En el prólogo a la edición francesa, Mauriac expresaba su deseo de que La noche tuviera tantos lectores como el libro de Ana Frank.
 
Muchos años después, Wiesel diría que si los sobrevivientes tuvieron el valor de escribir, los demás deberíamos tener la obligación de leer. Leer pasajes como éste, de la propia obra de Wiesel que venimos comentando:
Jamás olvidaré esa noche, esa primera noche en el campo de concentración que hizo de mi vida una sola larga noche bajo siete vueltas de llave. Jamás olvidaré ese silencio nocturno que me quitó para siempre las ganas de vivir. Jamás olvidaré esos instantes que asesinaron a mi Dios y mi alma, y mis sueños, que adquirieron el rostro del desierto. Jamás lo olvidaré, aunque me condenaran a vivir tanto como Dios. Jamás.
A Elie Wiesel se le atribuye haber creado –aun sin proponérselo– el género de la literatura del Holocausto. A lo largo de los años ha recibido varios premios, por su compromiso y trayectoria. Todos merecidos. Porque Elie Wiesel es el hombre que no permitió al mundo olvidar el Holocausto. Así pues, el adulto que es puede decirle al niño que fue: misión cumplida.
 
 
JULIÁN SCHVINDLERMAN, escritor argentino.
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