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LA PROLE DEL QUIJOTE

Hijos de ganancia

¿Qué tienen en común Thomas Mann y Franz Kafka? Salvo el alemán en que escribieron, nada. Ciertamente, no su experiencia americana. El judío de Praga imaginó que un chico de 16 años, Karl Rossmann, desembarcaba en América para soñar despierto una pesadilla, mientras que el afamado autor de La montaña mágica, ya coronado con el Nobel, sí vio con sus ojos alzarse la familiar silueta de la estatua de la Libertad custodiando la bahía de Manhattan, una brumosa mañana de finales de mayo de 1934.

¿Qué tienen en común Thomas Mann y Franz Kafka? Salvo el alemán en que escribieron, nada. Ciertamente, no su experiencia americana. El judío de Praga imaginó que un chico de 16 años, Karl Rossmann, desembarcaba en América para soñar despierto una pesadilla, mientras que el afamado autor de La montaña mágica, ya coronado con el Nobel, sí vio con sus ojos alzarse la familiar silueta de la estatua de la Libertad custodiando la bahía de Manhattan, una brumosa mañana de finales de mayo de 1934.
Kafka, según Andy Warhol.
¿Y quién sabía que sólo tres semanas después de embarcarse Mann rumbo a América también viajó, desde Le Havre a Nueva York, Louis Ferdinand-Céline? Cuyo Viaje al fin de la noche el austero escritor nacido en Lübeck describió como "literatura salvaje". ¿Y quién que el mismo paquebote en que se embarcó Céline, el Champlain, se hundió ante el puerto de La Rochelle al chocar con una mina el 16 de junio de 1940? Es más, ¿quién sería capaz de relacionar esos datos con este otro: que en el Champlain emigrarán a Estados Unidos seis años después de la travesía de Céline, el 19 de mayo de 1940, Vladimir Nabokov y su hijo?
 
Más aún, ¿en qué cabeza cabe comparar al narrador de la Lolita de Nabokov, Humbert Humbert, con Lola-Lola, la cabaretera de Profesor Unrat, novela debida al otro Mann literario, Heinrich? Es decir, con el prototipo de ese icono de tentación carnal que para cualquier cinéfilo –para cualquier ser, la verdad, dotado de sentido común– es la temprana Marlene Dietrich desnudando sus aún fornidos muslos, en los albores del cine sonoro, en El ángel azul de Josef von Sternberg.
 
Quien se asome a los ensayos reunidos en Quijote e hijos descubrirá en Julián Ríos al urdidor de estos dispares hilos. Ocho ensayos como ocho devanaderas, listas para que ordenadamente comiencen a dar vueltas las madejas del hilado. Al cabo, ocho tramas, en las que la urdimbre, con cada paso del telar, va trazando las siluetas de Mann y Joyce y Arno Schmidt y el Cortázar de Rayuela y la Lolita y el Kinbote de Nabokov y el Brás Cubas de Machado de Assis, sobre una trama que a todos estos autores y personajes reúne en un retrato de familia: todos, sentencia Ríos, son hijos naturales del Quijote. Hijos de ganancia, se decía antes, con feliz expresión.
 
No es la primera vez que se pergeña la filiación cervantina, pero Ríos lo hace, sin omitir la forzosa erudición, tramando fábulas y narraciones. Todas ellas perfectamente verosímiles, ya que compuestas con hebras de orígenes, grosor y tonalidades comprobables, y al mismo tiempo impecablemente imaginarias. ¿Qué mejor homenaje al Quijote que fabular de este modo? Sin principio o fin, además. Porque, detrás o delante o al costado de esos autores y obras, basta con aguzar el oído y afinar la vista para descubrir más primos hermanos y sobrinos nietos de la novela de Cervantes, "la única absolutamente original" que se haya escrito, como observaba Somerset Maugham y recuerda Ríos. Por ejemplo, nada menos que el diablo, eterno comediante en el teatro del mundo, en sus estelares reapariciones en El maestro y Margarita de Bulgákov y ante el Adrián Leverkühn de Doktor Faustus o el Riobaldo de Gran Sertón: Veredas de Guimaraes Rosa.
 
Con sutileza y profunda empatía por todas estas obras, Ríos hace todo lo contrario de lo que suele la crítica erudita: en vez de tratar los datos, lo factual y lo empírico como pruebas o demostraciones de lo que se pretende argumentar, nos da a ver esos retazos como lo que son siempre para la inteligencia activa del escritor y la comprensión alerta del lector. Hilos y madejas que, ordenados en el ir y venir del bastidor, componen la experiencia del sentido. Que es siempre una creación, una obra, no algo dado en la realidad, "ahí afuera" –o adentro, que para el caso da lo mismo–. Y lo que hermana a esas obras y reúne a sus autores en un mismo retrato de familia es el haber sabido reconocerse en esa otra realidad que es reescritura de la realidad, traducción de sus muchos trampantojos y parodia de sí misma. La realidad cervantina.
 
Hace bien Ríos, por otro lado, en no insistir demasiado en lo que es una evidencia, sobradamente conocida: por extraña paradoja, la cultura en la que nació el Quijote se pasó después tres siglos ignorando este "libro de libros". De hecho, la primera gran patria cervantina –otra paradoja, ésta deliciosa– no fue España, sino Inglaterra. La rival y enemiga del Imperio español. Ríos sí nos recuerda que la primera traducción de la primera parte del Quijote se debió a un inglés, Thomas Shelton, que apareció en el temprano año de 1612 (es decir, apenas siete años después de su publicación original), y que probablemente la pieza Cardenio, escrita conjuntamente por Shakespeare y John Fletcher y hoy perdida, estuvo basada en un episodio del libro de Cervantes. Después, los hijos que el escritor español ganó en lengua inglesa han sido legión, de Fielding y Smollett y Sterne a John Barth y Robert Coover. Todos ellos surcando el "océano de historias" que es la experiencia cervantina, con el farallón de Joyce sobresaliendo en el canal de La Mancha literario.
 
Pero estas referencias, insisto, no son lo esencial en los ensayos de Ríos. Todos ofrecen el placer de viajar por una comarca que creíamos conocer bien, y que gracias a él descubrimos que sólo conocíamos de oídas. El primero especialmente es una deliciosa travesía en barco, en compañía del Thomas Mann más amable: el gran lector que era. Porque, en definitiva, Quijote e hijos, más que un libro de ensayos sobre algunos fatigados lugares literarios, es un gran libro de lecturas. Obra de un gran escritor (demasiado a menudo ninguneado o caricaturizado en su patria de origen, para no variar de sana costumbre peninsular) que sabe hacer lo más difícil de su oficio: escribir leyendo, leer escribiendo.
 
 
JULIÁN RÍOS: QUIJOTE E HIJOS (UNA GENEALOGÍA LITERARIA). Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg (Barcelona), 2008, 196 páginas.
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