Esparza, de quien ya sabemos que es un historiador serio, ha optado por la exposición metódica de los hechos de la vida de Carrillo, uno de los productos más acabados de la siniestra mafia estalinista que complicó la vida a todo el mundo –la vez que sus miembros se la complicaban entre ellos–.
Carrillo nunca estuvo donde dijo haber estado. Yo lo sabía desde hacía tiempo, exactamente desde el año 1995, cuando le pregunté por Gustavo Durán y me salió con una evasiva en la que lograba mentir dos veces en la misma frase: "Yo no lo traté mucho [media verdad, porque habían tenido que tratarse, Orlov de por medio]: nos conocimos en Teruel [mentira absoluta: Carrillo jamás estuvo en Teruel en toda la guerra]". Desde entonces, decidí no sólo no preguntarle nada más, sino ignorar incluso sus libros de memorias, que debían de estar llenos de olvido. Ahora, Esparza se ha puesto al durísimo trabajo de leer esas memorias, precisar sus falacias y hasta averiguar dónde estuvo el hombre cuando no estaba donde decía haber estado.
Claro que no sólo se entretuvo en las memorias: interrogó a otros, ha puesto la imprescindible voluntad de leer lo que escribieron otros comunistas –incluso el casi ilegible Líster–, ha rebuscado en las viejas investigaciones sobre algunos asuntos, ha resumido y redocumentado los trabajos de De la Cierva sobre el personaje, más allá de Paracuellos, porque, comparado con el resto de la vida de Carrillo, Paracuellos parece pecata minuta: allí mató a los que consideraba sus enemigos, pero el resto de su vida lo dedicó a matar amigos, algunos muy cercanos, que habían perdido el favor de Moscú, en parte gracias a él, como es el caso de Jesús Monzón Reparaz, y a algunos camaradas a los que nunca había visto pero que desobedecían las consignas estalinistas, como pasó con dirigentes del maquis y con simples echaos al monte que se resistieron a cambiar de táctica y de vida: establecía contacto con ellos, los citaba y mandaba el sicario al encuentro. O los llamaba a Francia, donde eran asesinados antes de encontrarse con él.
A veces no llegaba al asesinato, pero montaba tramas que incluían acusaciones, confesiones y castigos que desembocaban en muertes civiles. Tal el caso de Francisco Antón, hombre valiente –tanto como para ser el amante de Pasionaria durante años–, contra el cual se sumaron los tejemanejes de Carrillo y la sed de venganza de la mujer despechada que era la Ibárruri cuando descubrió que su antiguo amante la había reemplazado –al cabo de años de separación, él en París y ella en Moscú– por otra, con la que se había casado y hasta había tenido una hija deficiente. Fue enviado a la peor fábrica de Varsovia, con jornadas de doce horas, y a la mujer le buscaron un trabajo de oficina de horario igualmente extenso: de ahí que no pudieran cuidar de su hija. (Por cierto: sigue faltando El libro negro de Pasionaria. Ella tuvo durante décadas todo el poder del Partido, ella fue la representante de Stalin ante los españoles, y hasta su muerte tuvo Carrillo que implicarla en y convencerla de cada cosa).
"Es imposible cuantificar con precisión el número de militantes destacados del PC que fueron liquidados, eliminados o expulsados", escribe Esparza, antes de citar a Víctor Alba, quien dice que antes de 1950: "De los diecisiete diputados comunistas de 1936, cuatro habían sido fusilados [por sus compañeros], uno [Pepe Díaz, el padre fundador] murió en circunstancias anómalas y diez fueron expulsados o salieron del partido".
Los comunistas cometieron muchos crímenes en el Madrid republicano, fusilaron, torturaron en las checas e hicieron desparecer a miles de sospechosos de pertenecer a la quinta columna, con y sin la ayuda de los expertos soviéticos en esos temas; pero una vez terminada la guerra se dedicaron con el mismo afán, con o sin colaboración soviética, a asesinarse entre ellos. ¿Por qué? Porque eran unos psicópatas paranoicos, pero también porque, al menos al principio, creían en el paraíso socialista. Esparza acepta esa posibilidad respecto del joven Carrillo tras su primer viaje a Moscú. Aunque no oculta que los motivos de su acción no justifican nada de lo cometido.
Lo explica con serenidad, tomando la distancia necesaria para hacer historia y no propaganda, cosa por otra parte muy fácil de hacer. Es justamente este modo de proceder el que da un valor especial a la obra y la convierte en el trabajo canónico sobre el personaje. Ni siquiera abriendo esos archivos de Moscú que estuvieron más o menos disponibles en tiempos de Yeltsin y que han vuelto a cerrarse a cal y canto es probable encontrar más acerca de este hombre que repudió a su padre por dos veces en nombre de una revolución que no era capaz de hacer –tal vez ni siquiera se lo haya propuesto realmente, como no fuera por ansia totalitaria–, que asesinó enemigos y amigos, que condenó al ostracismo, a la prisión y a los trabajos forzados a muchos más, que entregó camaradas a la policía de Franco para quitárselos de encima (véase el caso de Comorera) y que está intentando, con mucha ayuda exterior, pasar a la historia como un viejo bondadoso, conciliador y hasta sabio: un pacificador en la etapa posfranquista. Tal vez lo consiga, porque no es inteligente, ni culto, pero sí astuto, muy astuto; a menos que obras como la de Esparza le impidan fabricarse un pasado aceptable.
Además, El libro negro de Carrillo cumple otra función: es una impresionante (por lo sencilla y clara) introducción al estudio de las izquierdas durante la República, una explicación clarísima de por qué perdieron la guerra. Tenían tantas posibilidades como Franco, pero se dedicaron con ahínco a arrancarse mutuamente las entrañas. Lo cual valida a las claras las razones que esgrimió Chaves Nogales cuando decidió marcharse de España, a finales de 1936: "No quiero quedarme para ver al dictador que surja de cualquiera de los dos bandos".
JOSÉ JAVIER ESPARZA: EL LIBRO NEGRO DE CARRILLO. Libros Libres (Madrid), 2010, 250 páginas.
vazquezrial@gmail.com
www.vazquezrial.com
Carrillo nunca estuvo donde dijo haber estado. Yo lo sabía desde hacía tiempo, exactamente desde el año 1995, cuando le pregunté por Gustavo Durán y me salió con una evasiva en la que lograba mentir dos veces en la misma frase: "Yo no lo traté mucho [media verdad, porque habían tenido que tratarse, Orlov de por medio]: nos conocimos en Teruel [mentira absoluta: Carrillo jamás estuvo en Teruel en toda la guerra]". Desde entonces, decidí no sólo no preguntarle nada más, sino ignorar incluso sus libros de memorias, que debían de estar llenos de olvido. Ahora, Esparza se ha puesto al durísimo trabajo de leer esas memorias, precisar sus falacias y hasta averiguar dónde estuvo el hombre cuando no estaba donde decía haber estado.
Claro que no sólo se entretuvo en las memorias: interrogó a otros, ha puesto la imprescindible voluntad de leer lo que escribieron otros comunistas –incluso el casi ilegible Líster–, ha rebuscado en las viejas investigaciones sobre algunos asuntos, ha resumido y redocumentado los trabajos de De la Cierva sobre el personaje, más allá de Paracuellos, porque, comparado con el resto de la vida de Carrillo, Paracuellos parece pecata minuta: allí mató a los que consideraba sus enemigos, pero el resto de su vida lo dedicó a matar amigos, algunos muy cercanos, que habían perdido el favor de Moscú, en parte gracias a él, como es el caso de Jesús Monzón Reparaz, y a algunos camaradas a los que nunca había visto pero que desobedecían las consignas estalinistas, como pasó con dirigentes del maquis y con simples echaos al monte que se resistieron a cambiar de táctica y de vida: establecía contacto con ellos, los citaba y mandaba el sicario al encuentro. O los llamaba a Francia, donde eran asesinados antes de encontrarse con él.
A veces no llegaba al asesinato, pero montaba tramas que incluían acusaciones, confesiones y castigos que desembocaban en muertes civiles. Tal el caso de Francisco Antón, hombre valiente –tanto como para ser el amante de Pasionaria durante años–, contra el cual se sumaron los tejemanejes de Carrillo y la sed de venganza de la mujer despechada que era la Ibárruri cuando descubrió que su antiguo amante la había reemplazado –al cabo de años de separación, él en París y ella en Moscú– por otra, con la que se había casado y hasta había tenido una hija deficiente. Fue enviado a la peor fábrica de Varsovia, con jornadas de doce horas, y a la mujer le buscaron un trabajo de oficina de horario igualmente extenso: de ahí que no pudieran cuidar de su hija. (Por cierto: sigue faltando El libro negro de Pasionaria. Ella tuvo durante décadas todo el poder del Partido, ella fue la representante de Stalin ante los españoles, y hasta su muerte tuvo Carrillo que implicarla en y convencerla de cada cosa).
"Es imposible cuantificar con precisión el número de militantes destacados del PC que fueron liquidados, eliminados o expulsados", escribe Esparza, antes de citar a Víctor Alba, quien dice que antes de 1950: "De los diecisiete diputados comunistas de 1936, cuatro habían sido fusilados [por sus compañeros], uno [Pepe Díaz, el padre fundador] murió en circunstancias anómalas y diez fueron expulsados o salieron del partido".
Los comunistas cometieron muchos crímenes en el Madrid republicano, fusilaron, torturaron en las checas e hicieron desparecer a miles de sospechosos de pertenecer a la quinta columna, con y sin la ayuda de los expertos soviéticos en esos temas; pero una vez terminada la guerra se dedicaron con el mismo afán, con o sin colaboración soviética, a asesinarse entre ellos. ¿Por qué? Porque eran unos psicópatas paranoicos, pero también porque, al menos al principio, creían en el paraíso socialista. Esparza acepta esa posibilidad respecto del joven Carrillo tras su primer viaje a Moscú. Aunque no oculta que los motivos de su acción no justifican nada de lo cometido.
Lo explica con serenidad, tomando la distancia necesaria para hacer historia y no propaganda, cosa por otra parte muy fácil de hacer. Es justamente este modo de proceder el que da un valor especial a la obra y la convierte en el trabajo canónico sobre el personaje. Ni siquiera abriendo esos archivos de Moscú que estuvieron más o menos disponibles en tiempos de Yeltsin y que han vuelto a cerrarse a cal y canto es probable encontrar más acerca de este hombre que repudió a su padre por dos veces en nombre de una revolución que no era capaz de hacer –tal vez ni siquiera se lo haya propuesto realmente, como no fuera por ansia totalitaria–, que asesinó enemigos y amigos, que condenó al ostracismo, a la prisión y a los trabajos forzados a muchos más, que entregó camaradas a la policía de Franco para quitárselos de encima (véase el caso de Comorera) y que está intentando, con mucha ayuda exterior, pasar a la historia como un viejo bondadoso, conciliador y hasta sabio: un pacificador en la etapa posfranquista. Tal vez lo consiga, porque no es inteligente, ni culto, pero sí astuto, muy astuto; a menos que obras como la de Esparza le impidan fabricarse un pasado aceptable.
Además, El libro negro de Carrillo cumple otra función: es una impresionante (por lo sencilla y clara) introducción al estudio de las izquierdas durante la República, una explicación clarísima de por qué perdieron la guerra. Tenían tantas posibilidades como Franco, pero se dedicaron con ahínco a arrancarse mutuamente las entrañas. Lo cual valida a las claras las razones que esgrimió Chaves Nogales cuando decidió marcharse de España, a finales de 1936: "No quiero quedarme para ver al dictador que surja de cualquiera de los dos bandos".
JOSÉ JAVIER ESPARZA: EL LIBRO NEGRO DE CARRILLO. Libros Libres (Madrid), 2010, 250 páginas.
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