Yo no tenía la menor idea de quién había sido Grossman, apenas se esbozaba la perestroika y empezaban a aparecer autores rusos hasta la fecha ignorados en Occidente, de modo que me enfrenté a la tarea con desconfianza. Ahora, con un ejemplar delante, veo una errata en la segunda línea, y sospecho que debe de haber más: lo más probable es que no haya hecho bien mi trabajo, que me haya dejado llevar por el texto desde el principio. Cuando terminé, no tenía la menor duda de que aquella era una de las mayores novelas que había leído en mi vida. Con el tiempo, me enteré de que lo mismo les había sucedido a Luis Mateo Díez, a Ruiz Zafón, a Daniel Pennac y a otros escritores respetables.
La traducción era de Rosa M. Bassols, una profesional de prestigio, pero había sido hecha a partir del francés. Me pareció un dato menor, puesto que las mejores versiones de Dostoyevski antes de Augusto Vidal habían sido las de Ricardo Baeza, que las hacía a partir del inglés. Por otra parte, estaba la sentencia de Mairena, que imaginaba lo grande que debía de ser Tolstoi cuando lo leíamos traducido del alemán al francés y del francés al español por los traductores peor pagados de Cataluña, y aun así seguía siendo grande. No sé si una traducción del ruso mejoraría mucho aquella versión. Debo decir que en una muy elogiada nueva traducción de La montaña mágica me he encontrado con la expresión "en directo", procedente de la jerga de la televisión y, por tanto, tan ajena al universo de Thomas Mann como internet: a saber qué habría puesto el hombre en alemán.
Después de aquello, dediqué muchos esfuerzos a convencer a todos los editores con los que he trabajado, y han sido muchos, de la conveniencia de reeditar Vida y destino. Sin éxito. Los editores pequeños, acogotados por la distribución y el miedo al error, ven horrorizados la extensión de la novela, calculan en segundos la inversión que requeriría y se retiran a un rincón a secarse el sudor de la frente. Los grandes, que no se asustan por nada, se apartan como de la lepra de un libro que no va a vender más que cinco mil ejemplares, tal vez el doble en unos años: para eso hay que tener fondo, catálogo y coraje. Mejor hacer frangollos históricos de rentabilidad rápida.
O sea que no tenemos edición viva en español de una de las mayores novelas del siglo XX en cualquier lengua. Y tampoco tenemos una traducción del Libro negro, la gran obra de Grossman e Ilya Ehrenburg, con la colaboración de más de veinte escritores, sobre el antisemitismo en la URSS, complemento indispensable del libro de Hilberg La destrucción de los judíos de Europa. Pero ahora disponemos de un libro de Antony Beevor y Luba Vinogradova, que figuran como editores de textos de Grossman pero que en realidad han escrito su propia obra en torno de fragmentos de crónicas y cartas del autor ruso: Un escritor en guerra. Vasili Grossman en el Ejército Rojo, 1941-1945.
El resultado podría ser peor, pero hubiese sido mejor una compilación de artículos y de cartas sin la intervención de una voz narradora externa. Claro que en ese caso tal vez no contáramos con el volumen, porque el que vende libros no es Grossman sino Beevor. A Grossman no lo conoce nadie.
Era un judío ruso, que vivió desde 1905 hasta 1964, lo cual es en sí mismo una historia: ni siquiera atisbó el final del comunismo, y murió tratando de explicarse el antisemitismo críptico y ambiguo de Stalin y de sus sucesores, y convencido de que su novela más importante jamás se publicaría íntegra. No fue capaz, como Ehrenburg, de negociar con el régimen y pasar por escritor oficial sin llegar a serlo jamás realmente. Al padrecito no le importaban mucho las categorías a la hora de ordenar un asesinato, de modo que las razones por las que Ehrenburg, judío y embajador cultural soviético en el mundo, eludió el Gulag y llegó a viejo serán un misterio para siempre.
Pero hay un elemento que habitualmente no es tenido en cuenta: al menos hasta después de la guerra, hombres como Ehrenburg o Grossman creían en la posibilidad del comunismo, veían a Stalin pero lo consideraban una etapa a superar y, a partir de 1941, fueron ardientes patriotas rusos decididos a defender su tierra ante la agresión alemana. El propio dictador puso las cosas en su sitio al hablar de "la Gran Guerra Patria".
Grossman pasó toda la guerra como periodista en diversos frentes, empezando por Stalingrado, cuya defensa es uno de los ejes de Vida y destino y el tema único de su novela Por una causa justa, y terminando en la caída de Berlín, donde quedó "fascinado por el comportamiento del enemigo derrotado, por lo dispuesto que parecía a obedecer las órdenes de las nuevas autoridades y lo insignificante que había sido la resistencia partisana, a diferencia de lo sucedido en la Unión Soviética", según Beevor, quien parece olvidar que la toma de la ciudad costó 100.000 bajas a los rusos. Eisenhower había evaluado con precisión ese precio antes de que la batalla tuviera lugar: decidió permitir que la labor recayera sobre los rusos porque él no se podía permitir ese número de cadáveres en sus propias filas.
De los textos de Grossman no se desprende en absoluto esa fascinación por el comportamiento de los alemanes. Ésta es la tragedia de Un escritor en guerra: Beevor proporciona un marco propio a las palabras de Grossman, cronista muy objetivo, y les da un sentido que no tenían en su origen. Yo recomendaría leer a Grossman haciendo caso omiso del relato de Beevor. Daré un ejemplo:
El parque zoológico. También hubo combates allí. Jaulas rotas, cadáveres de monos, aves tropicales, osos, la isla de los babuinos; los pequeños se agarran al vientre de sus madres con sus diminutas manos.
Conversación con un anciano. Ha cuidado a los monos durante treinta y siete años. Contempla el cadáver de un gorila muerto en una jaula.
– ¿Era un animal feroz? –le pregunto.
– No, sólo rugía mucho. La gente es mucho peor –responde.
Eso es Grossman en estado puro; traducido del inglés al que lo ha volcado Beevor.
En el epílogo del libro, obra exclusiva de Beevor y Vinogradova, titulado 'Las mentiras de la victoria', se pretende narrar las circunstancias de la elaboración del Libro negro y su destino bajo la represión zhdanovista, y la historia del manuscrito de Vida y destino. Dicen Beevor y Vinogradova que éste le había sido entregado por Grossman a "un amigo", pero no dan su nombre, perfectamente conocido: Semión Lipkin. Andrei Sajarov lo microfilmó, cosa que ellos ponen en duda, y Vladimir Voinovich, cuya obra maestra, Vida e insólitas aventuras del soldado Iván Chonkin, he tenido el enorme placer de prologar recientemente para Libros del Asteroide, "pasó de contrabando el microfilme a Suiza".
En realidad, Voinovich no estaba en mejor situación que Grossman, y sus posibilidades de pasar los microfilmes a Suiza no eran mayores que las de su colega, salvo por el hecho de haberlo sobrevivido. Tardó años en lograrlo, y el logro formó parte de su exilio. Insisto: que aproveche el lector esta ocasión para leer fragmentariamente a Grossman, pero que se cuide del contexto.
Terminada la contienda, a Grossman no le cayó encima el Gulag, sino la muerte civil, un concepto mussoliniano bien asimilado por el régimen soviético (y que asoma en el horizonte español de hoy): vives pero no vives; escribes pero no publicas (un director de editorial, estatal, claro, le dijo que para que se pudiera publicar Vida y Destino tenían que pasar doscientos años, prueba de confianza en la perdurabilidad de la novela, pero también en la perdurabilidad del comunismo); te casas y tienes hijos pero estás lejos de la familia ("Estoy deseando verte, pero no será posible hasta que los jefes me convoquen de nuevo", escribe Grossman a su padre); la gente desaparece a tu alededor sin explicaciones y sin que puedas reclamar a nadie.
La prima de Grossman, Nadiezhda Almaz, cuentan Beevor y Vinogradova, fue detenida y acusada de trostskismo, el peor de los crímenes posibles en aquel tiempo. Grossman fue interrogado por el OGPU. Ambos tenían relación con Victor Serge, que consiguió huir de la URSS en 1936 y murió en México en 1947, uno de los críticos más implacables del stalinismo.
"[Almaz y Grossman] tuvieron mucha suerte. Nadia Almaz 'sólo' fue condenada a un corto periodo en un campo de trabajo que la apartó del peligro durante el Gran Terror de finales de la década. Grossman no resultó afectado; su suerte habría sido muy diferente si los interrogatorios hubieran tenido lugar cuatro años más tarde. Para un escritor, especialmente tan veraz y políticamente ingenuo como Grossman, la vida durante la segunda mitad de la década de 1930 no fue fácil. Fue un milagro que sobreviviera a las purgas, lo que Ilya Ehrenburg llamó más tarde una lotería", explican Beevor y Vinogradova, llenos de una extraña benevolencia hacia los primeros años 30: lo único cierto es que fue una lotería, porque la situación represiva general, maravillosa y terriblemente descrita por Martin Amis en Koba el Temible, era espeluznante, como lo había sido siempre, aunque haya habido un crescendo en la furia indiscriminada del ex seminarista georgiano. Y, por supuesto, no mejoró en los 40 y hubo que esperar al XX Congreso del PCUS, en 1956, para que algo cambiara, aunque Kruschev no liquidara el Gulag.
Estamos ante un libro que es pero no es. No es de Grossman, ni es totalmente de Beevor. Hay en el fondo de todo una intención reivindicativa respecto de la URSS, desarrollada subrepticiamente a través del elogio de una de sus víctimas, que parece no haberlo sido tanto, puesto que no fue enviado a Siberia, ni torturado físicamente, ni fusilado. Al leerlo, se tiene la impresión de que entre 1917 y 1986 tuvo lugar un proceso con un pico especialmente duro en la segunda mitad de los 30 y una cierta liberalización posterior. Pero no fue así: la lotería salvó a Grossman de la muerte, mas no de la tortura moral del silencio.
Habrá que seguir esperando para leer a este hombre sin intermediarios.
ANTONY BEEVOR Y LUBA VINOGRADOVA (EDS.): UN ESCRITOR EN GUERRA. VASILI GROSSMAN EN EL EJÉRCITO ROJO, 1941-1945. Crítica (Barcelona), 2006; 480 páginas.