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Los enigmas del 11M

Hombres necios

Sor Juana Inés de la Cruz fue una escritora hispano-mexicana del siglo XVII. Hija ilegítima de un militar guipuzcoano de buena posición, mostró desde edad bien temprana una enorme predisposición hacia la lectura y la escritura y una gran curiosidad por todo lo que la rodeaba.

Tras rogarle infructuosamente a su madre que la enviara a la Universidad disfrazada de hombre - puesto que por aquella época las mujeres tenían vedado el acceso -, y no deseando contraer matrimonio, ingresó siendo aún adolescente en la Orden de San Jerónimo. Aprovechando la relativa libertad existente en esa orden religiosa, Sor Juana Inés de la Cruz pudo dedicarse a su gran pasión, la Literatura, aunque tampoco le hizo ascos a los experimentos científicos.

Escribió comedias, autos sacramentales y obras en prosa, además de numerosas poesías. Tampoco dudó en entablar, entre 1690 y 1691, una disputa teológica con el predicador jesuita Antonio Vieira y con el mismísimo obispo de Puebla, Manuel Fernández de Santa Cruz. Traten ustedes de ponerse en la piel de las personas de la época y piensen en el papel que la mujer desempeñaba por aquel entonces; comprenderán con facilidad el escándalo que pudo suscitar el que una religiosa, una mujer, se atreviera a disputar públicamente acerca de cuestiones teológicas con un obispo.

Parece ser, aunque los biógrafos no terminan de certificarlo, que esa disputa teológica le valió a Sor Juana Inés de la Cruz algún tipo de reconvención o de castigo, probablemente una pena de silencio, porque lo cierto es que en 1693 dejó completamente de escribir y ya no volvería a hacerlo hasta su muerte, acaecida dos años después.

Muchos estudiosos ven en Sor Juana Inés de la Cruz a una auténtica precursora del feminismo, que defendió a capa y espada la igualdad de los sexos en aquella sociedad de hombres, así como el derecho de las mujeres a la educación y al saber.

Quizá el poema más conocido de Sor Juana Inés de la Cruz sean esas redondillas que tienen por título "Hombres necios" y en las que critica ácidamente el trato que los hombres dispensan a las mujeres al considerarlas como un simple objeto de seducción, al que se desprecia y se abandona nada más conquistarlo.

En una de las estrofas de ese poema, realiza Sor Juana Inés de la Cruz una referencia al tema de la prostitución, con respecto a la cual adopta una postura que hoy nos parecería sorprendentemente avanzada para la época, aunque lo cierto es que esa postura casa mejor con el mensaje del Evangelio que la hipocresía tantas veces reinante. Se pregunta aquella religiosa:

"¿O cuál es más de culpar,

aunque cualquiera mal haga:

la que peca por la paga

o el que paga por pecar?"

¿Quién es más digno de censura, se preguntaba Sor Juana Inés de la Cruz: la mujer que se ve impulsada a venderse movida por la necesidad, o el cliente que se aprovecha de esa necesidad para satisfacer su apetito?

Esta semana, el periódico El Mundo ha ido desvelando numerosos detalles inquietantes sobre los tres testimonios oculares que sirvieron para imponer 40.000 años de cárcel al único condenado por poner una bomba del 11-M: Jamal Zougham.

Hay que recordar que Jamal Zougham fue condenado basándose, exclusivamente, en esos tres testimonios oculares que le sitúan en los trenes de la muerte aquella mañana del 11-M. Aunque demos por buena la versión oficial, no hay ningún otro tipo de prueba incriminatoria contra él: ni restos de ADN, ni huellas dactilares, ni llamadas telefónicas cruzadas con otros posibles implicados... Nada de nada.

Hay que recordar también que a Jamal Zougham le reconocen en los trenes, supuestamente, hasta ocho testigos distintos y que, si todos ellos dijeran la verdad, Zougham tendría que haber estado en al menos tres trenes simultáneamente. Lo cual obligó al juez instructor y al tribunal a ir descartando testimonios, hasta quedarse solo con tres.

Pues bien, de esos tres testigos, el primero ni siquiera fue llamado para ratificar en el juicio su declaración policial, porque estaba en Rumanía, de modo que las defensas no tuvieron posibilidad de interrogarle. Y hasta Rumanía se ha desplazado el subdirector de El Mundo, Casimiro García Abadillo, para encontrarse con la sorpresa de que el testigo niega haber reconocido a Zougham en la fecha que la Policía dice. Niega además estar 100% seguro de haber visto a Zougham en los trenes y dice, para colmo, que la persona que él vio tenía el pelo completamente liso, cuando Zougham lo tiene enormemente rizado.

La segunda testigo es una mujer a la que por dos veces le denegaron los técnicos del Ministerio de Interior la condición de víctima, llegando a poner en cuestión, incluso, que viajara en los trenes. Sin embargo, quince días después de la segunda denegación, y cuando ya había pasado más de un año de los atentados, dice que se acuerda de haber visto a Zougham, tras lo cual se le reconoce la condición de víctima, se le otorga la nacionalidad y se hace acreedora a una indemnización de casi 50.000 euros.

La testigo número 3 es otra mujer que supuestamente iba en uno de los trenes con la segunda testigo. Reconoció a Zougham tres semanas después de la masacre, cuando ya la foto de Zougham se había publicado en todas partes. Además, esa testigo incurrió en diversas contradicciones al declarar ante la Policía y ante el juez. Tampoco habló para nada en sus primeras declaraciones de que fuera acompañada por la segunda testigo y encima proporcionó un relato sobre el avistamiento de Zougham que no encaja con lo que dice el testigo número 1.

Esta tercera testigo no viajaba en ninguno de los vagones donde estalló una bomba aquel día, pero obtuvo casi 50.000 euros como indemnización, más otros 50.000 para su marido, que al parecer viajaba en otro vagón distinto de su mujer y a quien también se reconoció la condición de víctima. Por si fuera poco, un amigo del comisario que se hizo famoso por la cacería de Garzón y Bermejo le proporcionó a esa tercera testigo y a su marido un puesto de trabajo en su empresa de seguridad.

Los datos aportados por El Mundo sobre las testigos 2 y 3 plantean con toda la crudeza la posibilidad de que se hubieran comprado testigos falsos para conseguir incriminar a Jamal Zougham en la masacre del 11-M y apuntalar la versión oficial de los atentados. De ahí que los abogados de Zougham hayan anunciado ya una querella por falso testimonio contra esas dos mujeres.

Me parece bien que los abogados de Zougham, como los de cualquier otra persona, defiendan los intereses de su cliente, y nada tengo que objetar a ello. Pero permítanme que yo me centre en aquello que me parece más grave.

Si lo que se desprende de la información de El Mundo fuera cierto, esas dos testigos se habrían prestado a incriminar a un inocente a cambio de dinero, de la nacionalidad y, en uno de los casos, de un puesto de trabajo.

Pero déjenme que me pregunte, como Sor Juana Inés de la Cruz, quién es más digno de reproche: "¿la que peca por la paga, o el que paga por pecar?".

Porque si se hubiera producido, efectivamente, esa compra de testigos, a mi el que me interesa verdaderamente no es el comprado, sino el comprador. Los mayores culpables no serían esas dos testigos, sino aquellos que hubieran inducido al falso testimonio a esas mujeres. Y aquellos que hubieran conocido la inconsistencia de esos testimonios y, sin embargo, los hubieran dado por buenos. Y aquellos que hubieran negado a las defensas la información que les habría servido para desmontar esos testimonios oculares fraudulentos.

Hemos podido ver en estos días, de nuevo, las imágenes con la actuación del juez Gómez Bermúdez durante el juicio del 11-M, en el que impidió por dos veces a las defensas preguntar a una de las testigos algo tan simple como cuál era la razón de que hubiera tardado más de un año en "recordar" que había visto a Zougham en uno de los trenes. ¿Por qué el juez Gómez Bermúdez impidió a las defensas hacer esa simple pregunta?

Si los testigos falsos merecen la repulsa social, ¿qué merecen aquellos que inducen a la falsedad a esos testigos y aquellos que consienten esa falsedad, incumpliendo su deber de impartir Justicia?

Como Sor Juana Inés de la Cruz, creo que la mayor culpa no la tienen las mujeres inducidas a obrar mal por la necesidad o la codicia, sino los hombres necios que aprovechan, para sus fines inconfesables, la codicia o la necesidad de unas mujeres.

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