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Los enigmas del 11M

Ingeniería civil, ingeniería social

Editorial del programa Sin Complejos del sábado 3/9/2011

A las 9 y media de la noche del domingo 13 de octubre de 1957, comenzaban a recibirse en el Gobierno Civil de Valencia las primeras llamadas de alarma por la crecida del río Turia. Aunque en Valencia capital no llovía en aquel momento, en algunos pueblos de la provincia llevaba diluviando dos días, durante los cuales habían caído más de 500 litros por metro cuadrado.

Poco después de la media noche, los troncos arrastrados por la crecida comenzaban a obstruir los puentes sobre el río y el Turia se salía de su cauce en la capital. En poco más de una hora, el nivel del agua subió dos metros y medio.

Las bocas de las alcantarillas se convirtieron en auténticos surtidores que comenzaron a inundar las calles, al mismo tiempo que buena parte de la ciudad se quedaba sin suministro eléctrico. Al amanecer del lunes 14 de octubre, el nivel del agua comenzó a bajar, pero los primeros rayos de sol revelaron un panorama desolador: el suministro de agua potable se había interrumpido, las comunicaciones por carretera y ferrocarril se habían visto seriamente afectadas y los enlaces telefónicos habían dejado de operar, salvo por una única línea de enlace con Castellón, a través de la cual se hicieron llegar a Madrid los primeros avisos de la catástrofe.

El descenso del nivel del agua proporcionó un momentáneo respiro, pero se trataba tan sólo de una ilusión, porque a mediodía del lunes comenzaron a llegar los avisos de que una segunda riada, más devastadora que la anterior, bajaba por el cauce del Turia.

Esa segunda riada llegó a Valencia alrededor de las 2 de la tarde, al mismo tiempo que comenzaba a llover a mares. En menos de una hora cayeron sobre la capital más de 100 litros por metro cuadrado.

Barrios enteros resultaron inundados. En algunas calles, el nivel del agua llegó a alcanzar los cinco metros. Para cuando la segunda riada comenzó a remitir, a primera hora de la noche, media ciudad estaba enterrada bajo una capa de 25 cm de barro. Más de 800 casas se vinieron abajo o quedaron tan seriamente dañadas que hubo que derribarlas. Oficialmente, se contabilizaron 81 muertos, aunque algunas fuentes estiman que perdieron la vida más de 400 personas. En los días y semanas siguientes, se retirarían de las calles de Valencia más de un millón de toneladas de lodo.

La de 1957 no fue la primera riada que sufría Valencia. Ni probablemente fuera tampoco la más destructiva. Desde que los romanos fundaran la ciudad en el año 138 a.C., las crecidas del río habían sido una constante histórica. Sólo entre los siglos XIV y XX, están documentados 22 desbordamientos del Turia a su paso por Valencia.

Pero la de 1957 sí fue, desde luego, la más publicitada de aquella larga lista de inundaciones catastróficas, por la sencilla razón de que los medios de comunicación y los sistemas de comunicaciones comenzaban por aquel entonces a generalizarse en todo el mundo. Y aunque el alcalde de Valencia, Tomás Trénor de Azcárraga, fue forzado a dimitir por Franco, por ocurrírsele criticar la tardanza con la que el gobierno central hizo llegar la ayuda a los damnificados de la ciudad, lo cierto es que aquella catástrofe sirvió para que de una vez por todas se diera una solución definitiva al problema recurrente de las crecidas en la ciudad.

El 22 de julio de 1958, el Consejo de Ministros aprobaba el denominado Plan Sur de Valencia, para el desvío del río Turia por un nuevo cauce de 12 km, que evitara la ciudad. Nueve años después, las obras estaban terminadas. Y desde entonces, la ciudad de Valencia no ha vuelto a sufrir ninguna inundación.

A veces, las fuerzas de la Naturaleza resultan imposibles de anular. Lo que se impone, en esos casos, es encauzarlas de manera que no resulten dañinas, recurriendo a la ingeniería civil. El río Turia sigue y seguirá experimentando crecidas, pero al menos resulta ya imposible que las calles del centro de Valencia vuelvan a quedar sepultadas en barro.

Y eso que se hace con las fuerzas de la Naturaleza se hace también con las fuerzas sociales. De la misma manera que la ingeniería civil pone las fuerzas naturales a nuestro servicio, o evita que esas fuerzas naturales nos causen ningún mal, la ingeniería social trata de aprovechar las fuerzas sociales y de evitar sus posibles consecuencias dañinas.

Y al igual que sucede con los ríos, una de las maneras más comunes de controlar las fuerzas sociales que amenazan con desbordarse es encauzarlas, de forma que su furia resulte inocua.

El episodio de la reforma constitucional es un buen ejemplo de ello. Nuestra clase política ha puesto sobre la mesa, inopinadamente, un proyecto de reforma de uno de los artículos de nuestra Constitución. Ese proyecto se ha presentado como una respuesta a los mercados y a las autoridades europeas, destinada a insuflar confianza en nuestra economía por el procedimiento de introducir una limitación constitucional al déficit.

Pero lo cierto es que esa reforma es un fraude. En primer lugar, la reforma no hace lo que se supone que debería, puesto que no introduce en la Constitución ningún límite de déficit concreto. Los detalles numéricos se dejan para una Ley Orgánica de Estabilidad Presupuestaria, lo que quiere decir que cualquier mayoría parlamentaria podría alterar los límites de endeudamiento a su antojo.

En segundo lugar, la reforma establece que esos futuros y no especificados límites no serían de aplicación en caso de grave crisis económica. Pero eso quiere decir que si esa reforma constitucional hubiera estado en vigor hace tres años, antes de que empezara la crisis, no habría evitado que el gobierno del PSOE nos hubiera endeudado como lo ha hecho.

Y en tercer lugar, es que esa reforma ni siquiera entraría en vigor de manera inmediata, sino que comenzaría a aplicarse en 2020, así que, de la misma manera que los dos partidos mayoritarios se han puesto de acuerdo para modificar la Constitución a espaldas de la ciudadanía, nada les impide volver a modificar el articulado en los próximos nueve años, de tal manera que ni siquiera existe garantía de que esta reforma vaya a entrar nunca en vigor.

Estamos, entonces, ante un mero paripé, que ni resuelve nuestro problema de déficit, ni va a insuflar ninguna confianza en los mercados, que lo que están esperando son otras reformas. Sin embargo, para lo que sí sirve esta reforma constitucional es como manera de encauzar las tensiones sociales en un sentido no destructivo. No hay más que ver, por ejemplo, cómo el movimiento 15M ha entrado al trapo, haciendo de la protesta contra esta pantomima de reforma el eje de su actuación.

La reforma no sirve, por sí misma, para arreglar ninguno de nuestros problemas, pero proporciona el capote que el toro social debe embestir, mientras el gobierno central y los gobiernos autonómicos aprueban el resto de medidas de recorte que sí que van a tener una influencia directa sobre la economía. Por ejemplo, esa reforma de los contratos temporales que en otras circunstancias hubiera sido imposible de aprobar, debido a la contestación social, y que ahora ha pasado prácticamente desapercibida, debido a que quienes podrían contestarla están ocupados, fijándose en una reforma constitucional que no va a ninguna parte.

Echando la vista atrás, hay que reconocer que en este país tenemos auténticos maestros en esto de la ingeniería social. Comparando lo que era el movimiento 15M en un principio con aquello en lo que se ha terminado convirtiendo, le dan ganas a uno de soltar la carcajada. Porque poco a poco, esa fuerza social, que parecía que iba a obligar a realizar profundas reformas en nuestro sistema político, ha sido domeñada y encauzada, hasta convertirse en un movimiento más folclórico y molesto que radical y preocupante.

La venida del Papa, primero, y la reforma constitucional, después, han servido a la postre para que todo aquel caudal de fuerza callejera termine transformándose en una corriente lodosa y enfangada, incapaz de causar ya ningún daño a las estructuras de poder de nuestro país.

Es justo reconocer que la labor de ingeniería social ha dado sus frutos.

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