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Luis Herrero Goldáraz

Nadalismo y sectarismo

Es curioso que, con la de urticarias que ha generado la posibilidad de que el nacionalismo español resurja de sus cenizas, todavía no haya cobrado fuerza el antinadalismo.

Es curioso que, con la de urticarias que ha generado la posibilidad de que el nacionalismo español resurja de sus cenizas, todavía no haya cobrado fuerza el antinadalismo.
Rafa Nadal, en un partido de Copa Davis. | Archivo

Es curioso que, con la de urticarias que ha generado la posibilidad de que el nacionalismo español resurja de sus cenizas, todavía no haya cobrado fuerza el antinadalismo. Bien es cierto que eso del nacionalismo ha venido a convertirse en algo así como un fantasma que la gente sólo ve en la casa ajena, pero precisamente por eso resulta todavía más sorprendente que nadie haya confeccionado alguna mesa redonda para debatir acerca del fenómeno que envuelve al último héroe nacional.

Viendo jugar a Nadal, si se está atento, uno puede comprender en qué consisten los engranajes ancestrales del tribalismo humano. ¿Quién no se ha descubierto alguna vez celebrando alguno de sus puntos agónicos como si los hubiese ganado uno mismo? Cuando Nadal celebra sus victorias con el puño, yo he llegado a ver a hombres mayores, hombres respetables de coronilla acartonada y barriga incipiente, repetir el mismo gesto y hasta añadir un "¡Vamos, Rafa!", como si en el dinamismo de ese movimiento estuviesen encerrados los destinos de cada uno de sus compatriotas. Pensándolo en frío, el tenis de Nadal podría definirse como la historia en vivo. Posee todos los elementos que aglutinan en torno a sí a la masa ansiosa por identificarse con un símbolo compartido, con el añadido de que ni siquiera hace falta leer para llegar a imaginarlos. Basta con encender la tele y dejarse llevar un par de horas.

Comentando estas cuestiones con un amigo, caímos en la cuenta de lo sospechoso que era que no hayan pululado alrededor de él muchedumbres de sociólogos. Gentes desesperadas no tanto por comprender el meollo de las relaciones humanas como por explicarlas de manera pintoresca. Cabe suponer que muchos de ellos terminarían diferenciando escuetamente el nacionalismo excluyente del patriotismo integrador y hablarían de Nadal como un reflejo de esto último. Símbolo transversal de la elegancia y el juego limpio, adalid de las virtudes humanas que trasciende banderas y demás cuestiones del estilo. Pero el problema llegaría después, cuando hiciera falta soportar a todas esas almas temerosas que aparecerían para revisar las conclusiones y advertir vehementemente de los peligros de blanquear el identitarismo.

Como tantas otras cosas en España, el revisionismo histórico es un fenómeno aceptable en función de quién lo lleve a cabo. Se revisan los antiguos mitos para limpiarlos de franquismo y se revisa el papel que tuvieron las mujeres en las diferentes épocas para superar el patriarcado, pero si en algún momento a un escritor ecuánime se le ocurre advertir las imperfecciones de la Segunda República, señalar lo pernicioso de homenajear a asesinos por el mero hecho de haber sido asesinados por los otros, o decir que Largo Caballero fue un incompetente que no merece un monumento en la capital, las mismas voces aparecerán de repente para tacharlo de revisionista y expulsarlo al rincón oscuro de los que no tienen cabida en el debate. Hasta hacía poco, esos excesos sectarios eran protagonizados por extremistas de ambos bandos y por representantes de los únicos nacionalismos verdaderamente blanqueados del país. Para el PSOE, la propia ley de memoria histórica consiste en un revisionismo necesario que poco tiene que ver con el revanchismo del que tantos la acusan. Yo no sé a quién le puede parecer que Mar Espinar o Pepu Hernández tienen más autoridad para hablar de la Guerra Civil que Andrés Trapiello. Al menos el ministro Uribes todavía tiene claro cuál de ellos merece verdadero crédito.

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