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Pedro de Tena

La carcajada nacional

Cuando terminaba el congreso la escuchó. Era tenue, apagada, como sorda e incluso casi muda.

Cuando terminaba el congreso la escuchó. Era tenue, apagada, como sorda e incluso casi muda. Comenzó cuando el candidato, él, acabó su discurso con un "muchas gracias", su falso latiguillo habitual. Fue entonces cuando se abrió paso aquella risa floja. Primero parecía el llanto de un niño. Luego, el run run de la chochera de un abuelo. Finalmente, fue creciendo entre los murmullos y los comentarios hasta que quedó sola en el auditorio. En efecto, era una risa, una risa floja. ¿Por qué se le llama floja a una risa? Porque no está atada y bien atada. Es imprevista, sorprendente, incontrolable por los agentes de seguridad.

Era como un ataque de nervios civilizado, liberado, suelto, irreprimible. Al principio, ni él ni nadie le dieron importancia. Ya Bergson, en su ensayo sobre la risa, consideró que la risa podía contagiarse. Le Bon y el propio Freud apreciaron que las masas, infantiles o estúpidas, lo propagan todo, el rumor, el temor y la risa. Pero aquel carcajeo no parecía contener ningún virus o meme que transmitiese una infección.

Comprendió que era grave fue cuando el gordito que se llevaba las manos a la boca para reconducir su risotada a la media sonrisa porque era militante del partido, no pudo más y vio cómo sus dientes quedaban al descubierto en un ataque de risa, queda primero y luego risa abierta, fuerte, insultante, sospechosa. Dos segundos después, una votante con gorrito de lana, reía también. A los dos minutos, media sala reía quedamente, como avergonzada. Al final, el congreso era una carcajada convulsa y libre.

Fue entonces cuando el asesor del candidato, que se quitaba el sudor entre bastidores con los papeles del discurso, dijo:

–Querido candidato, hay media sala riendo. Los canallas de la prensa están tomando nota. Algo hay que hacer.

El candidato temblaba. Ni había dicho nada que mereciera la pena, como de costumbre, ni era el autor de las frases, cosa de su gabinete. Experto en estados de ánimo de la gente, sobre todo de la gente reunida, creía que había estado bien. Llevaba treinta años dedicado a la política y adivinaba de manera inmediata e intuitiva si había emocionado a la masa con sus generalidades o si, por el contrario, la había anestesiado con sus naderías. Pero esto... Nunca se había sentido tan ridículo, tan humillado. Debía ser una conspiración. Sí, eso. Los enemigos.

Al día siguiente, tras una pesadilla funeral de la que logró despertar, leyó: "Epidemia de jolgorio abochorna a los políticos españoles en una carcajada nacional sin precedentes. Desde la Casa Real al menor de los partidos sufrieron el temporal de un choteo de más de una hora de duración que asoló todas las reuniones, mítines y congresos que se celebraron ayer. La nación se ha reído por fin de sus políticos".

Sí, había esperanza.

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