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Presente y pasado

Industria e ideologías

Los avances técnicos y científicos de los siglos XVII y XVIII se aceleraron en el XIX en una catarata de invenciones, nuevas fuentes de energía y descubrimientos: hierro y acero, petróleo y electricidad, máquinas herramientas e industria química, telégrafo y teléfono, fotografía y finalmente cine, barcos de vapor con casco de hierro, el automóvil, el avión o el submarino (este con participación relevante de inventores españoles)... Los avances en medicina y sanidad no fueron menos espectaculares y aseguraron, junto con la mayor riqueza, un ritmo de aumento demográfico nunca antes visto en la historia (Europa pasó durante el siglo de 180 a 420 millones de habitantes, con masivas emigraciones, sobre todo a América). La industria creció por regiones de Gran Bretaña, Bélgica, Francia, Alemania, y norte de Italia, así como de Usa, por lo común con tarifas proteccionistas, menos la primera, que disfrutaba de ventaja inicial. Junto a estos adelantos, que dieron a Europa occidental una ventaja técnica abrumadora sobre el resto del mundo, se produjo una eclosión no menor de la alta cultura: filosofía, ciencia, arte y literatura, así como de un debilitamiento del influjo religioso.

Las principales potencias eurooccidentales crearon nuevos imperios. África, antes defendida por selvas, desiertos y pésimas comunicaciones, fue explorada a fondo y repartida entre Inglaterra, Francia y, secundariamente, Bélgica, Portugal y Alemania (a España le tocarían pequeñas zonas en el golfo de Guinea y en la costa sahariana). Alemania mostró durante un tiempo escaso interés, pues se dudaba de que las colonias fueran rentables. En Asia se consolidó y amplió el poder inglés en La India y otras zonas, Francia se hizo con Indochina, y Holanda fortaleció su dominio de las islas de la Sonda, posterior Indonesia. En América, las posesiones europeas eran pequeñas, excepto la gigantesca del Canadá. En el Pacífico también los británicos tenían la mejor parte, con Australia, Nueva Zelanda y bastantes islas más; Francia ocupó otras islas y a España le quedaron hasta finales de siglo las Filipinas y varios archipiélagos descubiertos en el siglo XVI. El Imperio británico abarcaba una extensión más de tres veces superior a Europa.

Consecuencia de esta expansión fue el acoso y casi exterminio, a menudo deliberado, de los pueblos pre civilizados de Usa, Canadá, Argentina y Australia. Por otra parte, Inglaterra se convirtió, de la mayor potencia esclavista en la mayor perseguidora de ese negocio. Gracias a su iniciativa la mayoría de las potencias europeas lo abolieron, aunque en África los traficantes árabes y algunos europeos lo mantuvieron largo tiempo.

Las civilizaciones china e islámica sufrieron asimismo la presión de Europa. A mediados de siglo China prohibió el tráfico de opio, que, organizado desde la India, causaba estragos entre los chinos y grandes fortunas entre los negociantes británicos y useños. Inglaterra, en nombre del libre comercio, reimpuso por las armas el narcotráfico en dos guerras llamadas "del opio", y ocupó Hong Kong como base comercial. Las derrotas chinas provocarían revueltas contra la dinastía Qing, de origen manchú, que gobernaba el país desde mediados del siglo XVII. Nuevas derrotas a finales de siglo ante Japón, terminarían llevando a la caída de la dinastía.

El islam, durante siglos el más peligroso enemigo de la Europa cristiana, se había estancado y tuvo que aceptar la subordinación y a veces ocupación de países por Gran Bretaña y Francia. El Imperio otomano acentuó su decadencia, y en sus posesiones europeas cundían los movimientos nacionalistas.

Caso distinto fue el de Japón. Obligado por Usa, a mediados de siglo, a abrirse al comercio, lo que provocó la crisis final del shogunato Tokugawa y una guerra civil, tendría un éxito único en imitar la tecnología occidental, para convertirse a final de siglo en una potencia capaz de doblegar a China, arrebatándole la isla de Formosa y el control de Corea, y de preocupar a Rusia.

En América, los nuevos países hispanoamericanos permanecieron estancados, en contraste con el dinamismo useño. Hacia 1812, Usa intentó hacerse con el Canadá, pero los ingleses desbarataron a sus tropas y quemaron Washington, bloqueando aquella vía expansiva, que se desvió hacia el oeste. Los perdedores de esta expansión fueron los indios y los mejicanos. En la década de los 20, colonos useños se instalaron en Tejas, importando de paso la esclavitud, ya abolida en Méjico, y terminaron imponiendo en 1836 una independencia ficticia para integrarse en la Unión. En 1848, tras otra guerra, Méjico perdió a manos de Usa más de la mitad de su territorio, débilmente poblado.

Esta expansión se hacía bajo la doctrina, de raíz calvinista, de una especie de predestinación. El presidente John Quincy Adams había concluido a principios de siglo que todo el continente norteamericano estaba "destinado por la Divina Providencia a ser poblado por una nación con un idioma y un sistema general de principios religiosos y políticos y habituado a unos usos y costumbres sociales semejantes"; en palabras del influyente periodista John O´Sullivan un destino manifiesto daba a Usa "el derecho de poseer todo el continente que nos ha otorgado la providencia para aplicar nuestro gran designio de libertad". Los ideólogos consideraban a Usa un mundo nuevo y original desde tiempos de Noé. Tras la guerra de 1848 con Méjico hubo la tentación de anexionarse este país entero, pero fue resistida porque "más de la mitad de los mejicanos son indios, y el resto se compone sobre todo de razas mezcladas. (...) Nuestro gobierno es de la raza blanca" y solo quería dentro de sus fronteras a esa "libre raza". Conseguida la expansión desde el Atlántico al Pacífico, el destino manifiesto se orientó a finales de siglo hacia Cuba, Puerto Rico y el Caribe.

Antes, en 1861, se produjo en Usa una crisis cuando los estados del sur, perjudicados por la política económica del gobierno, intentaron separarse de la Unión. El resultado fue la Guerra de Secesión, extremadamente dura, que causó 600.000 muertos, parte de ellos en los infernales campos de prisioneros, y condujo a la abolición de la esclavitud y al esplendor de los negocios y la industria, que hicieron del país la primera potencia económica del mundo dos décadas antes del final del siglo.

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Dentro de Europa, la restauración monárquica tras las guerras napoleónicas, se mantuvo un tiempo, con cambios considerables. En Francia, hasta la revolución de 1848, de la que salió la II República. Fue un año de revoluciones entre obreristas, republicanas y nacionalistas también por Alemania, Italia, Austria y otros países centroeuropeos, que no triunfaron, pero obligaron a los gobiernos a concesiones y reformas. La república francesa duró solo tres desordenados años hasta que Napoleón III, sobrino del primero, instauró el II Imperio mediante un golpe respaldado por la mayoría de la población. El nuevo imperio fue una época de rápido desarrollo económico, en que París se convirtió en modelo urbanístico tras la reforma de Haussmann, y en el mayor centro de la cultura europea. En 1870, Francia y Prusia entraron en guerra, indirectamente a causa de la sucesión monárquica en España, y Napoleón III fue derrotado en Sedán. Esta guerra produjo el nacimiento del Imperio alemán y el hundimiento del francés, que fue sustituido por la III República y originó la revolución, entre anarquista y socialista, de la Commune de París. Esta revolución fue implacablemente triturada por los republicanos, que fusilaron entre 20.000 y 50.000 communards, según versiones. La III República fue mucho más estable que la segunda –gracias a esa represión, según algunos– y evolucionó a un militante anticlericalismo, al paso que construía un vasto imperio colonial en África y Asia (Indochina).

Gran Bretaña vivió la mayor parte del siglo (1831-1901) bajo la reina Victoria, como el país más estable, rico y poderoso no ya de Europa, sino del mundo, con una cultura brillante en todos sus aspectos, un moralismo y clasismo estrictos y un problema social causado por la pobreza y por las pésimas condiciones obreras, que fue mejorando paulatinamente, con menos convulsiones que en el continente. Sus guerras fueron externas, coloniales como las guerras del opio y otras en la India, Afganistán, Canadá o África, en especial las Guerras de los boers en Suráfrica. Mayor relieve tuvo la Guerra de Crimea, de 1853 a 1856, en pro del equilibrio europeo. Rusia, que dominaba el mar Negro, proyectaba sus aspiraciones sobre el Mediterráneo, para lo cual encontraba la barrera turca. Suscitada la contienda entre ambos imperios, Inglaterra y Francia, temerosos de un expansionismo ruso que se proyectaba hacia Asia y Europa, resolvieron contenerlo defendiendo al más débil, el otomano, consiguiendo una costosa victoria sobre Rusia.

A principios de siglo se habían completado las Highland clearances (limpiezas de las Highlands), iniciadas en el siglo anterior, consistentes en expulsar a los campesinos, en gran parte católicos, para dedicar las tierras a la cría de ovejas, más rentable. La expulsión se realizó con auténtica brutalidad, quemando aldeas y matando a gente de forma indiscriminada. La mayoría tuvo que emigrar y quienes se quedaron debían aceptar salarios de absoluta miseria. En 1846, la población, que subsistía básicamente de patatas, fue reducida aún más por el hambre y la emigración, al sobrevenir una plaga que pudría el tubérculo. El efecto de la plaga fue mucho peor en la mucho más poblada Irlanda. Las más y mejores tierras irlandesas habían sido repartidas entre nobles y terratenientes ingleses y escoceses, dejando a los naturales en la pobreza, dependiendo su nutrición de las patatas. La plaga causó la muerte por hambre de hasta un millón de irlandeses y otros tantos tuvieron que emigrar. Era una catástrofe increíble en la Europa rica, y la política de Londres la agravó al extremo, impidiendo prevenirla y luego manteniendo la exportación alimentos desde la isla, protegidos con guardia armada frente a los hambrientos que no podían comprarlos.

La Alemania reunificada –aunque no plenamente– por el prusiano Bismarck, el Canciller de hierro, venció a Francia en 1871, anexionándose Alsacia y Lorena, y se convirtió en la primera potencia continental bajo el emperador Guillermo I. Bismarck, receloso del revanchismo francés, trató de asentar una paz conveniente en Europa aislando a Francia mediante acuerdos con Austria, Rusia e Italia, sin entrar al principio en la carrera por los nuevos imperios extraeuropeos y evitando el avispero balcánico, donde confluían peligrosamente intereses de Viena, Estambul y Moscú, complicados con los nacionalismos emergentes. Terminó enfrentado al emperador Guillermo II, más ansioso de aventuras exteriores, y, al ser despedido de su cargo, en 1890, profetizó con sorprendente acierto que no tardaría veinte años en estallar, por "alguna maldita estupidez en los Balcanes", una conflagración europea de final imprevisible, a cuyo término apenas se recordaría la causa inicial. En política interior combatió en vano a los católicos mediante la Kulturkampf (lucha por la cultura) y al ascendente movimiento marxista , prohibiéndolo también en vano y atrayéndose a los obreros mediante el primer sistema de seguridad social europeo. El régimen alemán venía a ser un parlamentarismo autoritario, con amplios poderes del emperador y sufragio universal.

Rusia se extendía por el este hasta el Pacífico norte, con Alaska –que vendió a Usa en 1867–, y por el oeste se había abierto a los mares Báltico y Negro. Había hecho retroceder a los turcos, causado en primer lugar la caída de Napoleón, y buscaba introducirse en los Balcanes y abrirse al Mediterráneo. El contraste entre el despliegue occidental y el atraso de Rusia (donde continuaba una dura servidumbre campesina –abolida en Prusia y Polonia tan tarde como 1807), incubó una triple división de actitudes entre los liberales occidentalistas, los revolucionarios anarquistas y socialistas, y los tradicionalistas o eslavófilos, que criticaba a un occidente a su juicio corrompido y sin espíritu. La división social e ideológica recordaba a la de España, salvo que en Rusia la autocracia tradicional prevaleció, si bien con políticas cada vez más liberales y un desarrollo industrial, a base de capital extranjero, que a finales del siglo alcanzaba ritmos superiores a los occidentales, sumidos entonces una depresión cíclica. En 1861 el zar Alejandro II abolió la servidumbre, pero los revolucionarios nihilistas del partido Naródnaia Volia (Voluntad del Pueblo) emprendieron campañas de atentados que costaron la vida al zar y a numerosos funcionarios y personajes del gobierno.

Con toda esta efervescencia, Rusia produjo una de las mejores literaturas del mundo. Los grandes relatos de Dostoiefski, Gógol, Chéjof, Tolstoi, etc., reflejan la situación social, al modo de Dickens en Inglaterra o de Balzac en Francia, pero con un carácter muy distinto de estos. En Dostoiefski y en Gogol se encuentran descripciones realmente proféticas de los movimientos revolucionarios de entonces. La tensión entre el impulso del liberalismo y el de las ideologías revolucionarias no hizo sino crecer en toda Europa, con menos violencia en Gran Bretaña, e iba a condicionar de forma radical el siglo XX.

La Ilustración había justificado y corroído al mismo tiempo el absolutismo. No halló mucha réplica mientras se ciñó a la crítica y la especulación, a veces profunda, a veces irresponsable, sobre la naturaleza y mejora del ser humano, el poder ilimitado de su razón, la paz perpetua y un progreso sin fin. Mas la aparente inocencia de sus ejercicios mentales quedó rota por la revolución y las convulsiones napoleónicas, que revelaron efectos impensados de aquellas prédicas, cómo la razón podía orientar y justificar atrocidades que, a su turno, ponían en duda la intrínseca bondad humana. Y el ideal del progreso tenía la molesta consecuencia de privar a cada generación de valor propio, excepto como peldaño para la generación siguiente, en una marcha sin fin. Una generación entera podía ser sacrificada si se empeñaba en obstaculizar el progreso tal como lo concebían los apóstoles de este.

Volvía a comprobarse cómo de una idea no se siguen consecuencias lógicas e inapelables more geometrico, sino interpretaciones y conclusiones variadas. De las tesis ilustradas brotaron pronto ideologías como el nacionalismo, el liberalismo, el racismo, el socialismo, el anarquismo o el feminismo, que desplegarían sus potencias hasta hoy.

Debemos aclarar qué entendemos aquí por ideología. Inicialmente fue una propuesta de estudio científico de las ideas, como el nombre indica, pero Carlos Marx le dio un significado distinto, que tuvo el mayor éxito: ideología como sistema de ideas con pretensiones universales pero basado en una falsa conciencia de la realidad, y cuya función auténtica consistía en justificar el dominio de las "clases explotadoras" y embaucar a los oprimidos para resignarlos a su miseria. La ideología por excelencia sería la religión, "opio del pueblo", a la cual opuso Marx, con optimismo, la ciencia social que él mismo ofrecía. Aquí, ideología es cualquier sistema de ideas que, apelando en exclusiva a la razón, aspira a dar solución a los problemas sociales y sentido a la vida humana. Así, la religión no es ideología, y lo es el marxismo y las antes citadas, una de cuyas claves consiste, por ello, en el ataque o la indiferencia a la religión.

Las ideologías suponen la bondad natural del hombre, a quien, en una especie de mesianismo al revés, aspiran a salvar de los las trabas institucionales, costumbres, creencias, etc., que le "alienan" y le impiden desarrollarse con plenitud. No existiría lo que la tradición cristiana y otras simbolizan en el "pecado original" y mitos afines, en apariencia contrarios a la razón y que, por eso, se convierten en la mayor barrera a la libertad y autenticidad humanas (aunque el pecado original puede interpretarse no solo como fuente de la culpa, sino también de la libertad y la responsabilidad). El efecto psicológico más seductor de las ideologías consiste en liberar al individuo de la culpa y proyectarla con plena fuerza sobre el exterior (las instituciones, las "clases explotadoras", "el poder", el país contrario, el varón, los viejos, el clero, etc.), cifrando en la lucha contra esos enemigos un peculiar sentido de la vida. La responsabilidad se vuelve convencional, derivada de unas leyes a su vez convencionales.

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**** http://blogs.periodistadigital.com/bokabulario.php/2009/10/15/felipe-gonzalez-paladin-de-la-dictadura

**** Un grupo de guardias civiles llamado UGC ha recogido la propuesta de la pandilla subvencionada de la memoria "histórica", para que se cambie el lema "Todo por la patria" por el de "Todo por la democracia", porque, aduce esa gente, "el valor supremo del sistema que nos hemos dado todos los españoles es la democracia".

Ocurre que ni la democracia es el valor supremo, ni nos la hemos dado todos los españoles, ni deja de estar siendo conculcada todos los días por los políticos, por bastantes periodistas, policías y por quienes más se llenan la boca con esa palabra.¿Van a arrestar a toda esa gente esos guardias civiles? Los de la memoria "histórica" atribuyen la democracia al Frente Popular de comunistas, socialistas revolucionarios, anarquistas, racistas y golpistas: esa es su democracia. ¿Y cuál será la de esos guardias civiles? Claramente, la que se opone a la patria, como la de la anterior. Quieren añadir, además, "por la libertad y la justicia". Se ve que les encanta la retórica y la complicación ¿Y por qué no también "por la fraternidad, la felicidad y los buenos sueldos", pongamos por caso?

¿No deben contribuir los guardias civiles a fomentar tales valores?

Diríamos que se trata de simples botarates y botaratadas, si no fuera porque tienen una intención demasiado clara. Con tales demócratas, la servidumbre totalitaria está garantizada.

El propio nombre UGC, Unión de Guardias Civiles, es ya un camelo antidemocrático, como el de las asociaciones de "laicos", etc. ¿Para qué es esa unión? ¿Para jugar al parchís, para promover la homosexualidad en el cuerpo, para hacer deporte, para pedir aumentos salariales...? No hace falta que lo aclaren: para atacar a la democracia y a la patria.

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