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Presente y pasado

La necesidad de sentido

El sentimiento más profundo de la psique humana es, creo, la exigencia de sentido. En el plano más concreto o doméstico, llamamos insentidos, torpezas, estupideces o locuras los actos, palabras o gestos discordantes con su objetivo o con alguna finalidad: cocinamos para comer, pero cocinar sin ese objetivo nos parece un "contrasentido".

En un plano más general percibimos el mundo como un conjunto, peculiaridad humana, pues de los animales, incluso los superiores, tenemos la impresión de que perciben el mundo solo en función de sus necesidades de supervivencia, y solo el cumplimiento de ellas les hace sentirse satisfechos o lo contrario, felices o desdichados, por así decir. Los humanos, en cambio, percibimos el mundo como un inmenso conjunto independiente de nosotros y de nuestras necesidades, dentro del cual el individuo se hace consciente de su estancia pasajera, de su muerte obligada, lo que introduce un elemento de angustia y desconcierto en el centro mismo de la vida humana.

Mundo que se nos ofrece como un caos de sensaciones, como un todo a la vez maravilloso y estremecedor, acogedor y asustante, pero de él nos parecen depender los planos más corrientes y domésticos. Estos no solo adquieren sentido por su relación a los objetivos más concretos, fácilmente discernibles, sino por su inclusión en un plano más vasto, en un sentido del mundo y de la vida mucho más general y difícil de discernir. Nuestra psique necesita elaborar, por así expresarlo, el sentido del mundo para encontrarse a gusto con sus actos particulares y cotidianos, para darles a su vez un sentido más allá de sus objetivos inmediatos. Estos actos y objetivos, privados de un sentido más general, se nos presentan como meramente utilitarios o triviales, cuando no animalescos, nos producen hastío y en casos extremos una profunda “angustia vital”. De esa necesidad de un sentido superior nacerían las ideologías, los ideales y, antes, las religiones.

Por ese sentido general el hombre se siente parte del universo y de una finalidad superior, y por ese sentido está dispuesto a arrostrar –e imponer– sacrificios, incluso el de la propia vida. Una interpretación, probablemente superficial, de la conducta humana tiende a ver en ese impulso anímico la causa de las guerras y otros desastres de la historia –a eso me refería en Años de hierro al mencionar cierta sensación de fatiga moral cuando investigaba aquel tiempo, aunque realmente puede ocurrir con cualquier tiempo.

De ahí, también, la fuerte tendencia actual a dejar de lado ideales, ideologías y religiones, y reducir el sentido de nuestra vida al que pudiera tener un animal, hasta prescindir de cualquier noción de sentido: el mundo no lo tendría y la vida tampoco, no hay ningún “para qué”, y debemos entrenar nuestra mente para dejar de lado esas tendencias "retrógradas". Así parece deducirse de la ciencia, de su método y resultados, que tanto ha avanzado suprimiendo precisamente esa noción finalista. Pero en realidad sí se nos ofrece un sentido: con esa actitud “animal” ganaríamos en bienestar y felicidad, evitaríamos guerras y catástrofes, "para qué", si no. Un ideal más, el de la vuelta a la animalidad, y una nueva ideología, quizá la más destructiva.

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