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Presente y pasado

Patriotas de hojalata

Tras mucho meditar, debe suponerse, Rajoy ha llegado a la conclusión de que “lo que quieren los españoles”, lo que “les interesa”, no es estudiar educación para la ciudadanía, sino inglés y nuevas tecnologías. Lo mismo podría decir que lo que quieren los españoles no es comer paella, sino escuchar heavy metal; la lógica –la ilógica, la sandez– tiene el mismo calibre en ambos casos.
Es interesante lo del inglés. Desde hace muchos años nos están metiendo el inglés hasta en la sopa, millones de españoles gastan considerables cantidades de dinero y de tiempo en unos estudios que en la gran mayoría de los casos solo les permitirán chapurrear el idioma. Y del que van a sacar poquísimas ventajas, entenderse en los hoteles cuando viajan y poco más. Aunque con creciente frecuencia pueden entenderse también en español, debido a la mera influencia del número creciente de viajeros de nuestro idioma.
Pero el asunto tiene otra faceta de mayor enjundia: el proceso acelerado de aculturación, de pérdida de la propia cultura, que sufre España. La gran mayoría no aprenderá más inglés que el suficiente para adulterar y estropear su propia lengua, y la minoría que realmente lo aprende está desplazando al español, en nuestro propio país, de los niveles altos de la cultura, la economía, etc. En esos niveles la cultura española va borrándose o se convierte, cada vez más, en un sucedáneo de baja calidad de la cultura anglosajona. A grandes masas de españoles su propia cultura le resulta cada vez más extraña, cuando no despreciable, mientras absorbe en grandes dosis la useña e inglesa, junto con la telebasura, que tanto está desmoralizando a nuestra sociedad.
¿Es esto lo que quieren los españoles? ¿Es lo que de verdad les interesa? ¿O es lo que quiere o interesa a Rajoy y los suyos, lo que ellos quieren que queramos? Zapo les llamó “patriotas de hojalata”, y, mira por donde, muy posiblemente acertó.
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El rey se está equivocando
Jiménez Losantos no ataca al rey, sino que se defiende de las presiones del rey por silenciarle. De los esfuerzos que Juan Carlos no hace contra los separatistas o los destructores de la Constitución. El rey da la impresión de creer, como Gil-Robles, que debe congraciarse con sus enemigos y machacar a muchos que, en realidad, le sostienen, pero que no protestarán "por la cuenta que les trae". Se equivoca. El tiempo de los incondicionales dispuestos al sacrificio por una persona, pasó, una democracia no lo admite. Y quien pone en peligro la institución es él mismo. Debiera recordar a su abuelo.
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Del baúl que Moh Ul-sih me dejó poco antes de finar en Ulán Bator (transcribo abreviando aquí y allá)
Mi nombre real se esconde tras las siglas A. L. S., pero he adoptado el de Moh Ul-sih como seudónimo literario. Desde pequeño sentí intensa atracción por la literatura y creí tener dotes para ella, pero después de bastantes intentos con la poesía y la novela he llegado a la conclusión dolorosa de que mi talento es muy inferior a mi vocación. Durante más de dos lustros quise engañarme pensando que mis obras no eran comprendidas, o que se adelantaban a su tiempo, pero un autoanálisis sereno me ha convencido de lo contrario: son mis contemporáneos quienes, con su certero desdén, me revelan el escaso o nulo valor del producto de mis desvelos.
He encontrado en Pío Moa un generoso aliento a mi inclinación y se lo agradezco cordialmente. Mas también he de reconocer que, en cierto modo, ha contribuido a extraviarme con ilusiones infundadas, pues sin ellas yo habría llegado fácilmente a jefe de negociado en alguna sucursal bancaria, de haber querido ser útil de algún modo a la sociedad, o podía haberme dedicado al dolce far niente, ya que mis medios de fortuna familiares me lo permiten. No le guardo rencor, lejos de ello: el extravío, en definitiva, me pertenece en exclusiva, mientras que la generosidad es toda suya. Creo habérsela compensado, al menos en parte, al cederle los derechos de mis obras, aun si no ignoro que no se hará rico con ellas.
Debo explicar ahora la causa de mi pseudónimo: mi tatarabuelo, chino de origen, se estableció en la calle Real de Vigo como zapatero, hacia 1860 ó 70, según calculo. Tendría entonces sobre los cuarenta años, pero debía de estar muy baqueteado por la interesante pero también penosa vida aventurera que había llevado. Allí casó con una señorita de la vecindad bastante más joven que él y no más desahogada económicamente, a la que hemos de suponer bella, y que le dio una hija y un hijo, y también una vejez sórdida, absolutamente indigna del brillante personaje que a su modo fue mi antepasado. A amargarle sus últimos años contribuyó abundantemente el hijo, mientras que la hija, por el contrario, le adoraba, y fue ella, mi bisabuela, y otra hija suya, mi abuela, quienes transmitieron, oralmente y por medio de algunos escritos sueltos –la mayoría deben de haberse perdido– la historia o las historias de aquel hombre bastante fuera de lo común. Y así, por tradición familiar, han llegado hasta mí mismo. También el nombre Moh Ul-sih, que he adoptado para mis pretensiones literarias, lo transcribió de ese modo aquella buena hija, aunque podría ser Mong Ul-chi, o Ming, o Mao, o chi o ching, vaya usted a saber, ya que Moh no se preocupó de enseñar su idioma natal a su nueva familia. Él hablaba español perfectamente desde la infancia, pese a haberse criado en una región tan remota como el Yenán, ya explicaré este raro asunto; pero era poco aficionado a escribir y se expresaba con cierta dificultad en el papel.
De la herencia física de aquel tatarabuelo apenas queda en mi generación otra cosa que una notable dificultad para digerir la leche, y a un sobrino mío se le aprecian unos ojos ligeramente oblicuos. También creo notar en mí un reflejo, por pálido que sea, de su afición aventurera. Pues bien, desengañado, como dije, de mis talentos literarios, pasaré de la ficción a la realidad para intentar contar, al menos, la vida de este curioso antepasado, con la esperanza de que el interés de los hechos narrados compense mis escasas dotes de narrador. Con el mismo fin me he tomado la licencia de escribir en primera persona, tal unas memorias; de otro modo el relato quedaría más pesado, me atrevo a imaginar. Y me he visto obligado a rellenar por medio de la lógica y el buen sentido, pero con inevitable arbitrariedad, diversas lagunas que, dejadas como tales, privarían de coherencia a algunos episodios.

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