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EDITORIAL

Universidades como aeropuertos

Se ha confundido la universidad con una suerte de segundo instituto de secundaria que debe estar cerca de casa, aunque sea una porquería, y debe enseñar todas esas materias de las que tenemos titulados para cubrir nuestras necesidades durante siglos.

Hay algunos aeropuertos que han quedado, con toda justicia, como símbolos del derroche del Estado autonómico en la época de las vacas gordas. Aeropuertos sin pasajeros, que quedan desiertos si no se paga a las aerolíneas para que vuelen. Pero cada cacique local quería su propia pirámide, y otros símbolos de su poder ya llevaban construidos y en marcha desde hace muchos años. Por ejemplo, las universidades.

Los problemas de la educación vienen tan de largo que se han enquistado, transformando en derechos poco menos que inalienables lo que no son sino lujos absurdos que ya no nos podemos permitir. La universidad es el más claro ejemplo. Clases sin alumnos, titulaciones que no sirven para el futuro laboral de nadie pero que pagamos todos, una carísima y subvencionada tasa de abandono y unos centros que destacan por su falta de razones para destacar.

En las últimas décadas se ha primado la cantidad por encima de la calidad y se ha confundido la universidad con una suerte de segundo instituto de secundaria que debe estar cerca de casa, aunque sea una porquería, y debe enseñar Derecho, Políticas, Sociología y todas esas materias de las que tenemos titulados para cubrir nuestras necesidades durante los próximos siglos. Así, su principal función no ha sido la de generar profesionales ni investigación, sino alejar en el tiempo el ingreso en la vida adulta y, por qué no decirlo, las listas del paro. Un objetivo que, no cabe duda, ha cumplido con creces.

Existen otros modelos. Algunos de los cuales los tenemos incluso aquí, en España. A la ausencia de nuestras universidades públicas de todas las clasificaciones internacionales de excelencia hay que sumar la presencia de nuestras privadas escuelas de negocios en los puestos más destacados de sus ranking. La diferencia es que unas se dedican a enseñar, dependiendo su existencia de que lo hagan bien, mientras que la otras pueden vegetar expidiendo títulos inútiles sin que nadie pague por ello aparte de los contribuyentes.

Hace bien Wert en plantear este debate. Más preocupante es que lo haya delegado en una comisión de expertos que, por experiencia, posiblemente no ofrezca otra conclusión que unos leves toques de maquillaje que no cambiarán nada pero servirán igualmente para que los estudiantes a quienes pagamos la carrera encuentren otra excusa para no acudir a clase. Esperemos que este método no sea, como ha pasado tantas otras veces, una forma de no hacer nada simulando estar dispuesto a hacerlo todo.

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