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José T. Raga

Donde dije digo...

Sr. presidente, si por una vez pudiera usted tener piedad de este pueblo y en su virtud decidiera marcharse, sería por lo único por lo que conseguiría un reconocimiento de la historia política de esta nuestra España

Nuestro presidente del Gobierno, que en pocas cosas es ejemplar, suponiendo que lo sea en alguna, es en cambio un verdadero maestro en el uso torticero del lenguaje. Nada menos que, después de todo lo que ha llovido desde la campaña electoral de 2004, se nos descuelga ahora con la pretendida imagen del sabio y virtuoso que es capaz de corregir cuando reconoce haberse equivocado. Bien es verdad que su compañero de partido y antecesor en el cargo, Don Felipe González, le ha estropeado el invento al afirmar, hace un par de días, que si bien es cierto que "el corregir es de sabios", no lo es menos que "hacerlo todos los días es de necios".

No quiero que la oportunidad de la manifestación del señor González deje en el olvido la del presidente Rodríguez Zapatero. Para que corregir sea de sabios se requieren, cuando menos, dos requisitos: haber tenido un criterio fundado, aunque con posibilidad de error, cuando se tomó la primera decisión o se hizo el primer juicio, y poseer un criterio con mayor fundamento, una vez despejado el error, al momento de enmendar la decisión anterior. Cabría añadir un tercer requisito, aunque de carácter accidental, consistente en proclamar el error públicamente así como su enmienda, pidiendo disculpas a quienes se hubieran podido ver afectados por la primera decisión.

Ni los dos primeros, ni el tercero están presentes en el caso del señor Zapatero. Él dice y hace en cada momento aquello que cree que le conviene, en ese maquiavelismo pretencioso que le conduzca a ser temido, incluso entre los suyos. Su criterio, suponiendo que pueda llamarse así, es el de ir tirando, pasando el tiempo, agotando la legislatura, y esperando que el advenimiento de algún hecho externo –como el 11-M, sin ir más lejos– le lleve a un tercer triunfo electoral, aunque como entonces ni él mismo pudiera haberlo imaginado. Y, ya saben, el que se atreva a discutir sus estrategias simplemente desaparece del escenario político. ¡Bueno es ZP!

Sólo desde ese perfil es posible entender que hace sólo unas semanas vociferara que mientras hubiera en España un Gobierno socialista, no se modificaría un ápice la regulación del mercado de trabajo y hace apenas diez días aparece en escena anunciando la reforma de tal normativa, subrayando que es necesaria para España, para los trabajadores, y para el fin inmediato de reducir el desempleo, por lo que se ha convertido en una prioridad de Gobierno. Su frialdad le lleva a calcular la fecha para la resolución modificadora de la regulación vigente, así como a presentarse como víctima de una huelga general, que ya ha calificado de dañina para la Nación, por si acaso en un gesto de arrojo político, que no social, a los sindicatos se les ocurre llamar a su convocatoria.

Y este donde dije digo, lo protagoniza sin parpadear y sin sonrojo aparente. Es más, lo da a conocer como el iluminado que se ha visto cegado por una luz que ha venido a recompensar su incesante búsqueda, y cuyo gozo le impulsa a descubrirlo a propios y extraños para regocijo de las masas, siempre atentas a los movimientos de su carismático líder. Parece increíble, pero así es.

Es la misma frialdad y, en definitiva, el mismo desprecio por el pueblo español que sufre su acción de Gobierno –algún pecado muy gordo hemos debido de cometer para que así sea el castigo– cuando pregonaba a los cuatro vientos que socialista era bajar los impuestos, cuando, también sin parpadeo, el primero de julio entra en vigor un incremento del tipo tributario del IVA, impuesto que, además, incide y sacrifica de forma más acusada a los contribuyentes de rentas más bajas –eso sí que lo ha silenciado para ver si nadie se da cuenta.

Además ha aumentado más de una vez los impuestos sobre consumos especiales –tabaco, alcohol, carburantes, etc.– que disminuyen la renta disponible de los sujetos, como cualquier impuesto, y ahora tiene amenazada a la sociedad –la amenaza ha sido su forma de gobernar desde el principio– con un nuevo impuesto, como dice él tratando de embaucar al pueblo, para que paguen los que más tienen. Todo ello, gracias a que bajar los impuestos es propio de un gobierno socialista, como decía hace algún tiempo.

Y como la ocasión la pintan calva, ya han empezado las comunidades autónomas gobernadas por los socialistas –y Dios quiera que no cunda el ejemplo entre las que lo son por el Partido Popular– a aumentar todos los impuestos sobre los que tienen capacidad de decisión: Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas (IRPF), Impuesto sobre las Sucesiones y las Donaciones, y algún impuesto nuevo que ya están diseñando para ruina de los españoles de a pie. Y todo ello, porque como digo, o, mejor, como dijo, es socialista bajar los impuestos.

Lo que por lo visto no es socialista, y no lo digo yo sino la historia de los gobiernos de esa ideología, es bajar el gasto público. Una incapacidad que tratan de disfrazar torticeramente mediante una aparente disminución, no siempre fácil de cuantificar individualizadamente, de los salarios de los funcionarios o de los altos cargos, si bien poco se aclara sobre si la disminución afecta a todas las percepciones –complementos diversos, en ocasiones varias veces la cuantía del sueldo– y si se traduce a ese concepto híbrido de dietas, cuyo verdadero significado no muchos del exterior conocen bien ni tampoco su participación en la percepción total. Y es que ya lo decía el pensamiento liberal: el Estado cuando gasta mucho, gasta mal.

Ya sé, señor presidente, que no le gustan las referencias a las dimensiones espirituales, aquella esfera en la que se ancla la moral individual, pero si por una vez pudiera usted tener piedad de este pueblo y en su virtud decidiera marcharse, sería por lo único por lo que conseguiría un reconocimiento de la historia política de esta nuestra España.

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