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Juan Manuel González

'Super 8': la película del año

Póster Super 8

Se ha dicho una y mil veces. Super 8 es un regreso a las constantes cinematográficas del cine de los ochenta, cuando cintas como Regreso al Futuro, Cuenta conmigo, E.T. y Los Goonies llenaban las butacas de los cines con espectáculos de género en los que la nostalgia, la emoción y el humor se sobreponían, en sus mejores muestras, al despliegue de efectos especiales. A todas ellas el director de Super 8, el gurú televisivo J.J. Abrams, en perfecta simbiosis creativa con Steven Spielberg –no por casualidad productor del evento-, aporta su dosis personal de misterio, suspense, y hasta terror...

Por eso mismo, Super 8 no comienza en el espacio exterior, sino en el funeral de la madre de Joe (un impresionante Joel Courtney, en su debut en el cine), un joven de Ohio que acaba de perder a su madre en un trágico accidente. Poco después, en verano de 1979, el chico y sus amigos están filmando una película de zombies en Super 8. En pleno rodaje nocturno y entre travesuras, presencian un espectacular accidente ferroviario (en lo que es, por cierto, la mejor secuencia de destrucción visualizada este año en una pantalla de cine). De los restos del tren, procedente del Área 51, sale un misterioso invitado... Después, cuando comienzan las desapariciones y los fenómenos extraños en el pueblo, el Ejército toma el control de la localidad... y Joe y sus amigos están más implicados de lo que creen.

Lejos del mero ejercicio revisionista, de la sucesión de guiños al pasado, Super 8 utiliza la característica inocencia y emotividad de ese cine de la productora Amblin para presentar un ejercicio extremadamente ágil de ciencia ficción, comedia y drama, así como una genuina aventura perfectamente válida en la actualidad, que eso sí, a diferencia de la mayoría de blockbuster actuales, busca asombrar pero no apabullar. Abrams aplica con sabiduría los rasgos definitorios de ese cine: la perspectiva infantil del relato, la inteligente graduación de efectos especiales, así como la mitología de la ciencia ficción cinematográfica de los 50, para aportar emoción y evocar ese cine de los ochenta a modo de, quizá, una necesaria despedida que nunca tuvimos aquellos que nos criamos con él. Super 8 es, quizá también por eso, y además de una película de monstruos, un alegato optimista sobre la pérdida del ser amado que aboga por la aceptación serena de su recuerdo –visualizado, cómo no, en Super 8- como contrapunto sentimental a la sucesión de homenajes fílmicos y homenajes al cine del pasado que se suceden en la película.

Todo ello disimula, también, los agujeros de un guión que carece de la habitual elaboración espacio-temporal que el autor de Perdidos y Star Trek otorga a sus obras, y que en algún momento da demasiadas explicaciones sobre el enigma, lo que anula las sorpresas para el público ávido de respuestas (y una vez éstas se presentan, Super 8 pierde enteros). Poco importa: la brillante labor de su reparto y la química conseguida entre actores infantiles –precisamente por comportarse y hablar como niños-, así como el dinámico estilo visual que Abrams perfecciona película a película –repleto de reflejos en cámara y constantes travellings-, se completa con la la labor de profesionales como Michael Giacchino, que firma una banda sonora emocionante con numerosos homenajes a John Williams que cristaliza en un desenlace bellísimo, ruidoso y espectacular.

Super 8 no es una colección de homenajes, es una película hecha con verdadero cariño y talento genuino, un placer para la vista y el oído repleto de fuerza, y la película que confirma a J.J. Abrams como un mago cinematográfico.

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