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Adolfo D. Lozano

El ejercicio no es clave para perder peso

La nutricionista Judith Stern afirmaba en 1986 que revisando toda la literatura científica, uno sólo puede decepcionarse de la poca influencia del ejercicio para perder peso. En el siglo XXI, los estudios al respecto apuntan en la misma dirección.

Sólo hace falta visitar un gimnasio para advertir un hecho en principio chocante: no pocas personas sudando horas y horas todas las semanas, y que aun así mantienen su sobrepeso. Las autoridades públicas hace tiempo se embarcaron en la tarea de difundir la idea de que la epidemia de obesidad se debe a una sociedad que consume excesivas calorías y es sedentaria. De este modo, la creencia oficial y popular no sólo contradice la ciencia con su absurdo pensamiento calórico. También hace lo propio encumbrando el ejercicio físico. Pensemos por un momento en algunos hechos básicos. Por ejemplo, la epidemia creciente de obesidad en Occidente puede decirse que se desató en algún punto entre los años 50 y 70, tras la Segunda Guerra Mundial. En los años 50 no existían gurús del aerobic, ni bebidas para deportistas, tampoco actividades como el mountain bike o el spinning. En EEUU, ejemplo perfecto del boom de la obesidad, en los años 60 la industria de los gimnasios tenía beneficios de 200 millones de dólares anuales, mientras en 2005 sumó la escalofriante cifra de 16.000 millones de dólares. En 1977, el New York Times hablaba de la "explosión del ejercicio físico" entre la población, y en 1980 el Washington Post se refería a una "nueva revolución del fitness". 

En realidad, la creencia de que el ejercicio físico es la solución para perder peso es relativamente novedosa. Russel Wilder presentaba en 1932 en la Clínica Mayo su conclusión de que sus pacientes que más ejercicio hacían perdían peso con más dificultad. En 1960, el epidemiólogo Alvan Feinstein afirmaba que "hay una amplia demostración de que el ejercicio es un método inefectivo para incrementar el gasto energético". Otros investigadores de la obesidad hasta entonces como Hilde Bruch, Frank Evans o Julius Bauer tampoco habían dado mucho crédito al ejercicio físico como una terapia efectiva. ¿Qué sucedió entonces para que se produjera semejante cambio de mentalidad? Igual que Ancel Keys desde los años 40 distorsionó la ciencia para acabar hacer creyendo a la población que las grasas saturadas eran un asesino cardiovascular, en los años 50 el nutricionista de Harvard Jean Mayer inició su cruzada para convencer al mundo de que el ejercicio físico era todo lo necesario para perder peso. Mayer era consciente de que el consumo de calorías entre el siglo XIX y XX en países como EEUU o Inglaterra no había aumentado, sino descendido –he aquí otra contradicción del pensamiento calórico–, de lo que deducía que debía ser el sedentarismo la causa de la creciente obesidad.

Pero la hipótesis de Mayer y el ejercicio físico comenzaba desde el principio con fuertes contradicciones con las evidencias. Como decía Hugo Rony, asociar sedentarismo con sobrepeso no explica cuál es la causa y la consecuencia. Otro problema era la consabida correlación entre pobreza y obesidad. Ya en 1965, un estudio de Albert Stunkard para la Universidad de Nueva York determinaba que las mujeres de esta ciudad en el estrato socioeconómico más bajo tenían seis veces más probabilidad de sufrir obesidad que las del estrato más alto. El punto clave es que las personas más pobres son las que realizan mayor actividad física por su trabajo. Otra objeción era la limitada contribución del ejercicio al gasto calórico sumada al incremento del apetito que se produce, crítica que ponía nervioso a Mayer.

Pero en los años 60, Mayer ya se veía vencedor ante el gran público. En 1965, el New York Times Magazine titulaba La Mejor Dieta es el Ejercicio, y a pesar de que ese reportaje suscitó muchas cartas críticas por parte de médicos como Morton Glenn de la Universidad de Nueva York, la ciencia ya para entonces parecía no importar demasiado. En 1969, Mayer presidió la Conferencia de Nutrición de la Casa Blanca bajo Nixon. El ejercicio como panacea para el peso perfecto no se hizo esperar. Jane Fonda y su aerobic marcaron un hito cultural y a finales de los 80, el Newsweek observó que el ejercicio se había convertido en "esencial" en cualquier programa de adelgazamiento. Pero a pesar de este entusiasmo, la ciencia permaneció escéptica. En 1973, en la primera Conferencia de Obesidad del Instituto de Salud de EEUU, el investigador sueco Björntorp presentó un estudio clínico con siete pacientes obesos bajo un programa de ejercicio físico. Tras seis meses, no habían adelgazado nada. En 1989, investigadores daneses publicaron un estudio clínico que no dejaba lugar a dudas; tras año y medio sometiendo a individuos antes sedentarios a una extenuante actividad de corredores de maratón con carreras de 40 kilómetros, los varones perdieron sólo 1 kilo de grasa corporal, mientras las mujeres mantuvieron su composición corporal idéntica. 

La compañera universitaria de Mayer, la nutricionista Judith Stern, afirmaba en 1986 que revisando toda la literatura científica, uno sólo puede decepcionarse de la poca influencia del ejercicio para perder peso. En el siglo XXI, los estudios al respecto apuntan en la misma dirección. La llamada hipótesis de Mayer nunca se ha podido demostrar de modo convincente. Entonces, ¿por qué ganamos peso?, y ¿por qué el ejercicio no es siempre efectivo? Volviendo a la relación entre pobreza y obesidad, recordemos las palabras de Sir Stanley Davidson en los años 60, quien aseguraba que los pobres eran más obesos porque sus comidas para ser baratas se componían esencialmente de carbohidratos. El ejercicio físico con moderación es saludable. Atiborrarse de carbohidratos es una losa hormonal difícil de superar.

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