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Emilio J. González

Europa incapacitada

Hace unos meses, cuando se estaba constatando que el frenazo al crecimiento económico en Estados Unidos era una realidad más dura de lo que a muchos les gustaría, surgieron múltiples voces en los organismos internacionales que pidieron a la Unión Europea que tomara el relevo de los norteamericanos como motor del crecimiento económico. El pasado fin de semana en Génova, durante el transcurso de la reunión del G-8, nadie puso sobre la mesa esta cuestión.

Todo el mundo constató que la economía mundial ha entrado en una fase de desaceleración mucho más profunda de lo que, en un principio, se había previsto. Por supuesto, nadie cuenta con Japón para que ayude a superar las dificultades. Bastante tiene con lo que tiene y, de hecho, la Bolsa de Tokio terminó la sesión del lunes con un nuevo e importante desplome ante la falta de alusiones a los problemas de la banca nipona. Las miradas, por tanto, debería volverse hacia Estados Unidos y la UE, pero no fue exactamente así. Todos los ojos, por supuesto, se posaron sobre los norteamericanos, cuyo desplome económico empieza a mostrar síntomas de estar a punto de tocar fondo para empezar a remontar probablemente después del verano, si la OPEP no lo impide con recortes de la producción que sigan castigando a las economías industrializadas y pongan piedras en el camino a la hora de superar las dificultades. La esperanza, por tanto, vuelve a ser Estados Unidos.

Europa, en cambio, no cuenta. Nadie cree que sea capaz de tomar el testigo. Claro que, con datos sobre la confianza de los empresarios como los publicados el lunes en Alemania --que registran un nuevo desplome, y mucho peor de lo esperado--, es imposible pensar que los europeos sean capaces de algo más que de aguantar el tipo como buenamente puedan. Pero el problema no es, en sí mismo, que la UE sea incapaz de darle el relevo a Estados Unidos. El problema son las raíces mismas de esa incapacidad, que aumentan año tras año la distancia que separa a ambas economías. Y es que mientras los norteamericanos tienen una estructura liberalizada y flexible, capaz de responder con rapidez a todos los cambios --los de la demanda, los de las nuevas tecnologías, los derivados de la globalización--, los europeos siguen encorsetados en sus viejas estructuras rígidas y, lejos de avanzar por la senda trazada por los estadounidenses, se empeñan una y otra vez en defender un modelo que hace tiempo se ha demostrado inservible.

Los obstáculos a las liberalizaciones a escala europea de sectores estratégicos como la energía o las telecomunicaciones, las trabas para consolidar un auténtico mercado único, las nuevas formas de protección social o el rescate de las antiguas y, sobre todo, la persistencia de los intereses nacionales sobre los del conjunto de los Quince impiden que Europa pueda mirar cara a cara a Estados Unidos y, desde luego, ser un actor principal en el escenario económico mundial. Cuenta, eso sí, por su tamaño y su riqueza, pero los norteamericanos siguen tocando la música y los europeos bailando al ritmo que les marcan, aunque sea con una coreografía muy particular, que enfatiza su propia identidad cultural.

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