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Mette-Marit no es la yerna que las madres, incluso las noruegas, más liberadas, que no liberales, querrían para sus hijos, pero, a tenor de las fotos, tiene indudables encantos para que sus hijos la quieran como esposa. Sobre eso el castellano tiene refranes elocuentes. Lo mejor que se puede decir sobre la boda de Haakon y Mette-Marit es que es un culebrón progre de los sesenta. Ella, que no tiene un pelo de tonta, ha protagonizado una escena moderna de arrepentimiento, lo que entraña dosis de ocultación y de sublimación. “Creo que mi rebeldía de juventud fue bastante más fuerte que en muchos otros y para mí era importante en aquel tiempo vivir al contrario de lo que era aceptado”. En términos morales se remite a una subjetividad, a lo auténtico como justificación. Entonces consideraba una cosa, y ahora otra. La realidad es un poco más prosaica en cuanto madre soltera, unida afectivamente a un traficante de drogas. El fruto de aquella unión llevará los anillos en una boda que llega después de un año de convivencia común, lo que en los sesenta se conocía con tono de asepsia técnica como relaciones prematrimoniales. Sin más agarraderos que el amor, sentimiento tan noble como personal, Mette-Marit es presentada como una cenicienta moderna, pero el papel que encarna es el de una magdalena monárquica. ¡Un triunfo del sistema, capaz de regenerarla hasta ser emblema ahora de lo aceptado en grado máximo, como es la monarquía!

Esta se moderniza, para unos, se vulgariza, para otros, con el trasfondo de Eva Sannum en el debate. Por supuesto que los príncipes herederos pueden casarse con quien quieran. En términos de escándalo, sea farisaico o de débiles, ni el patético príncipe Carlos ni el enamorado Haakon le llegan a la suela de las calzas a un Enrique VIII, pongamos por caso, ni Mette-Marit tiene nada de que avergonzarse ante nuestra Isabel II o la Juana de Portugal que dio a luz a la Beltraneja. La única cuestión es que en tiempos pretéritos los escándalos de alcoba eran comidilla de la corte y ahora permiten el negocio de las revistas del corazón, una emanación monárquica en la que pulula luego la corte de los milagros plebeya, hortera y cutre.

Lo fundamental es si tienen hoy sentido las monarquías y si no pertenecen a otro mundo, a otros tiempos vetustos, pues ésta Mette-Marit, exprogre, se nos presenta como campaña de imagen haciendo graciosas –y serviles reverencias– como educación para su nueva vida. Las monarquías parlamentarias sobreviven por un principio de experiencia, en cuanto no son amenazas para la libertad, pero no basadas en un principio racional. En términos de racionalidad contradicen casi todos los principios democráticos, al menos los fundamentales, como la igualdad de todos ante la Ley.

La cuestión es que Mette-Marit y Haakon viven del Presupuesto. La monarquía es hoy en día, entre otras cosas, sobre todo, el funcionariado en su quintaesencia, con una familia que desde el alumbramiento entra en nómina sin necesidad de oposición. La monarquía entraña, además, un componente de servilismo, como se denota en el protocolo, y precisa generar en su entorno nomenclaturas, preferentemente funcionariales o de fondos reservados, remedos de las viejas cortes, a veces con un clima insano como es manifiesto en los Windsor. En España incluso conlleva una discriminación inexplicada –a lo mejor explicable– por razón de sexo que se contradice con el resto de la Constitución. Es probable que los tiempos modernos permitan evoluciones no traumáticas –toda vez que el monarca no lo es por la gracia de Dios ni por designio providente– hacia el superior sistema republicano.

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