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PANORÁMICAS

El Rey León, la película fascista perfecta

El fin de semana pasado una cadena generalista y en abierto, Cuatro, emitió El rey león, la película infantil contemporánea por antonomasia. Niños de los cinco continentes la adoran y, con esa manía obsesiva que tienen los más pequeños por las películas que les gustan, la ven una y otra vez, para desesperación aburrida de sus padres. Pero su desesperación debería ser más profunda y asociada a lo que Disney en general está haciendo con la mente, la moral y la estética de sus hijos.


	El fin de semana pasado una cadena generalista y en abierto, Cuatro, emitió El rey león, la película infantil contemporánea por antonomasia. Niños de los cinco continentes la adoran y, con esa manía obsesiva que tienen los más pequeños por las películas que les gustan, la ven una y otra vez, para desesperación aburrida de sus padres. Pero su desesperación debería ser más profunda y asociada a lo que Disney en general está haciendo con la mente, la moral y la estética de sus hijos.

Walt Disney ha colonizado la mente de generaciones de críos haciéndolos sensibles hasta la paranoia, superficiales hasta la estupidez, ingenuos a fuer de fanáticos. Detrás del movimiento 15-M, esa mezcla de candor, utopismo barato y rebeldía de baratillo, está Karl Marx, sin duda, pero filtrado por la imaginería de Walt Disney. De ahí que la célebre fusión iconográfica entre Che Guevara y Mickey Mouse resulte tan extraordinariamente simbólica de nuestra época.

Walt Disney también es el principal impulsor avant la lettre del movimiento ecologista, con sus bichos tan humanos y sus humanos tan bestias. Con esta panorámica, ¿cómo no estar en contra de las corridas de toros o de la pesca de delfines? La última víctima de don Walt ha sido don Juan Carlos, que ¡ha tenido que pedir perdón por matar a un elefante! Perdón, un elefantito. Es decir, que su majestad ha aparecido ante millones de españoles como el equivalente del cazador que mató a la madre de Bambi. O alguien capaz de "asesinar" al mismísimo Dumbo.

Después de haber sido invadidos por el pensamiento Alicia, como diría Gustavo Bueno (disneyano sólo en el apellido), los niños ya están vacunados de por vida contra cualquier argumento profundo, de Platón a Horkheimer & Adorno, pasando por Hayek o Rand. Frente a la banalidad del mal que denunció Hannah Arendt, Walt Disney instituyó la banalidad del bien: esos pelmazos buenistas encantados de conocerse, armados de pureza sentimental y moralina de sacristía, acorazados contra la ironía, la complejidad moral y la racionalidad crítica. Nunca en nombre de la bondad se ha hecho tanto mal.

El rey león es la última combinación monstruosa de unos dibujos feos con una moral abyecta y una política despreciable. Leni Riefensthal, la directora de El triunfo de la voluntad, y Francisco Franco, el guionista de Raza, palidecerían de envidia ante esta apología del totalitarismo celestial. Porque, a diferencia de dichas películas, El rey león presenta a unos dictadores tan guapos, bellos y queridos por sus súbditos, que uno desearía poder ser antílope para ser devorado por el rey de la selva. Nos podemos imaginar a Kim Jong Il, el dictador norcoreano recientemente fallecido, y su hijo y sucesor, Kim Jong Un, viendo juntos El rey león y creyéndose ellos mismos las versiones con ojos rasgados de Mufasa, el monarca absolutista de la sabana africana, y Simba, su heredero holgazán y dado al vegetarianismo y las drogas.

Hablando de Franco: del mismo modo que él, Walt Disney dejó su sucesión en la fábrica totalitaria de dibujos animados atada y bien atada. De este modo, aun sin el fundador, sus herederos han continuado la campaña de la mitologización contra el racionalismo, de la ingenuidad autoculpable frente al criticismo radical. Cultos, eso sí, se lo concedo. Porque El rey león es una abigarrada mezcolanza de Hamlet (niño traumatizado por el asesinato del padre, entro lo pedantillo y lo disruptivo), Ricardo III (tío asesino, maquiavélico y ruin, además de negro –no sólo fascista, también racista–) y el carácter bonachón, bon vivant, libertino y pasota del Falstaff de Enrique IV.

La película comienza con una sutil y contundente apología del totalitarismo con el dictador (digo rey) Mufasa presentando a su heredero recién nacido, Simba, con todos los animales de la selva, sus súbditos y potenciales víctimas, aplaudiendo a su futuro rey y asesino. ¿Todos? No, el único que obvia su obligación de presentar sus respetos al heredero es precisamente el hermano de Mufasa, Scar, uno de esos malvados hollywoodienses por los que vale la pena perder una hora y media de la vida en ver este espectáculo tan soez como pesado. Mufasa le advierte (niños, le amenaza) con que la próxima vez que no obedezca lo mandará al exilio (ya ven, un tipo, Mufasa, tolerante y comprensivo). Scar le recuerda, entre sarcástico, humillado y resentido, que la legitimidad del poder de Mufasa reside sólo en su fuerza bruta.

Posteriormente Mufasa explica a Simba la razón de que ellos estén legitimados para la extorsión y el asesinato de sus súbditos, uno de los parlamentos más cínicos con los que me he topado jamás (a estas alturas de la película, los niños irían detrás de Mufasa al fin del mundo, como les pasó a Günter Grass, Ingmar Bergman o Joseph Ratzinger con Adolf Hitler):

–Mufasa: Mira Simba, toda la tierra que baña la luz es nuestro reino.
–Simba: ¡Vaya!
–Mufasa: El tiempo que dura el reinado de un rey asciende y desciende como el Sol. Algún día, Simba, el sol se pondrá en mi reinado y ascenderá, siendo tú el nuevo rey. Todo cuanto ves se mantiene unido en un delicado equilibrio. Como rey, debes entender ese equilibrio y respetar a todas sus criaturas, desde la pequeña hormiga hasta el veloz antílope.
–Simba: ¿Pero comemos antílopes?
–Mufasa: Si, Simba, verás, te explicaré: al morir, nuestros cuerpos alimentan la hierba y los antílopes comen hierba, y así todos estamos conectados en el gran círculo de la vida.

"Delicado equilibrio", dice. Y se queda tan ancho. Un aplauso para Walt desde el sistema de castas de la India. Pero todavía peor es la apología del hippismo perroflautesco a través del lema Hakuna matata, una versión zoofila del Carpe Diem latino que tanto predicamento tiene en el cine progre-romántico, de El club de los poetas muertos a Amélie. Especialmente devastadora ha sido en este sentido la sustitución dentro del paradigma de la izquierda del pensamiento conceptual y poderoso por las consignas sensibleras, ese pensamiento Alicia al que nos referíamos antes, de Disney. Lo que ha sido denunciado por Jan Svankmajer:

Walt Disney es uno de los principales destructores de la cultura europea;

Rafael Sánchez Ferlosio:

Walt Disney, el gran corruptor de menores y la mayor catástrofe estética, moral y cultural, del siglo XX;

Henry A Giroux:

Disney hace más que esparcir su cultura regresiva, aséptica y corporativa a través de todo Norteamérica y las esquinas más lejanas del globo.

Planteando al espectador un dogma maniqueo según el cual el enemigo de mi enemigo tiene que ser mi amigo, la falacia política que más daño hace a las mentes débiles, Walt Disney nos hace optar entre Simba o Scar como heredero de Mufasa. Que es como plantear una elección entre Stalin y Trotski para suceder a Lenin. Contra esas simplificaciones nos había advertido George Orwell en Rebelión en la granja, así como nos puso en guardia contra la satanización del adversario político en 1984. ¿Se imaginan a Disney adaptando a Orwell? Imposible, porque Disney parte del supuesto de que sus niños son lo contrario de aquellos a los que se dirigía Harold Bloom en su Relatos y poemas para niños extremadamente inteligentes de todas las edades.

Frente al paradigma idiotizante y sensiblero de Walt Disney, se alzan soberanos los talentos luciferinos, inquietantes, divertidos y bellísimos de Chuck Jones y sus colegas de la Warner: de Bugs Bunny al Pato Lucas pasando por el Coyote y el Correcaminos. Padres del mundo, no se rindan ante el Imperio del Mal waltdisneyano. Porque luego, además, de aquellos barros de dibujos animados, los lodos de los Harry Potters y los Crepúsculos en el cine: el vicio apoyado en el crimen. No digan que no les advertí.
 

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