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LA ESTRICTA GOBERNANTA

El hombre del saco era una monja

Cuando yo era una inocente criatura me amenazaban con llamar al hombre del saco, que se llevaba a los niños cargantes. A veces me señalaban en la calle a un individuo que iba voceando y me decían que era el hombre del saco. En eso no mentían, porque llevaba a la espalda un saco enorme de tela de colchón. Pero dentro no había niños sino trapos y cosas por el estilo.


	Cuando yo era una inocente criatura me amenazaban con llamar al hombre del saco, que se llevaba a los niños cargantes. A veces me señalaban en la calle a un individuo que iba voceando y me decían que era el hombre del saco. En eso no mentían, porque llevaba a la espalda un saco enorme de tela de colchón. Pero dentro no había niños sino trapos y cosas por el estilo.

Eso sólo lo supe después. Lo que me choca a estas alturas no es que se asustara a los niños con el trapero, aunque sea una cosa puñetera por demás, sino el desparpajo con que se manejaba la idea de que, en cualquier momento, tu madre podía deshacerse de ti y quedarse tan campante, como en La casita de chocolate o en Pulgarcito.

Ahora, después de todo, viene a saberse que el verdadero hombre del saco no era el trapero, que no quería un niño ni regalado, sino que era una monja que acechaba a los bebés de madres solteras, adúlteras, multíparas o pobres para recolocarlos sin permiso, y quizá previo pago, con otra madre más cristiana o pudiente que la biológica. Había médicos, enfermeras y comadronas que también hacían o permitían hacer cosas de estas. Que fuera tan fácil burlar a las madres y que éstas importaran un pito causa pasmo.

Ahora todo esto tiene pinta como de algo monstruoso, pero eso es debido a que la paternidad biológica nunca tuvo tanto predicamento como en la actualidad. En el pasado, hacerse con un niño ajeno o deshacerse del propio era una práctica frecuente, debido, según creo, a que, por alguna fuerza del destino, caprichoso y exasperante, los pobres solían ser muy exagerados teniendo hijos –por eso se les llamaba proletarios– y muchos ricos, en cambio, no tenían ninguno. Ante una cosecha tan desigual, la gente se sentía justificada para enderezar la suerte de una criatura y a todo el mundo le parecía de sentido común.

Los padres hacían prácticos arreglos por su cuenta sin que nadie metiera las narices en sus asuntos y sin que hiciera falta una asistente social para mediar en los apaños. Había una cosa que se llamaba prohijar y funcionaba más o menos así: "Esta niña de los mocos si quieres me la llevo yo a la capital, que aquí con esta humedad se te muere". "El Manolín, que parece espabilado, que se vaya con la madrina, que puede darle estudios". "Déjame si quieres uno de los gemelos, que le hace ilusión a la Eusebia".

En lo tocante a recién nacidos, las principales donantes eran las madres solteras y desesperadas sin un sitio donde caerse muertas. Las casas-cuna acogían a los expósitos, y, aunque estuvieran a tope, lo cierto es que no era fácil la adopción plena, porque el legislador parecía mantener la idea de que la inclusa era una especie de oficina de objetos perdidos y la madre en apuros bien podía un día arreglar sus asuntos y volver preguntando por un niño que tenía un lunar en el corvejón.

Pero pasaban los años y el expósito se convertía en un huérfano. Yo estoy muy en contra de la orfandad, a la que considero una contingencia deplorable, pues me ha dejado esta cara de huerfanita que llevo sufriendo desde hace varias décadas. Afortunadamente, en la actualidad ha caído muy en desuso, pero si se leen las novelas de Dickens, por ejemplo, se puede llegar a creer que tener padres era una rareza.

En 1958 se reformó la ley de adopciones y se permitió la adopción plena de cualquier niño que hubiera sido abandonado por sus progenitores durante tres años. La gente se apresuró a adoptar formalmente a los niños. Todavía se volvió a remodelar en 1970, para permitir adoptar desde el sexto mes de abandono. Poco después se generalizó el uso de anticonceptivos y se hizo patente una mayor tolerancia hacia las madres solteras y adúlteras, que, con todo descaro, empezaron a pasear, orgullosas, a sus niños sin que les dieran de cantazos. Por último se despenalizó el aborto. Y así fue como empezaron a escasear los niños, hasta tal punto que las antiguas casas de expósitos echaron el cierre para siempre.

La escasa oferta de niños en adopción tuvo el efecto de convertirlos, por primera vez, en preciosos objetos de deseo, y se estableció una rigurosa red de funcionarios, asistentes sociales y jueces que hacían de la paternidad algo inflexible e innegociable. Todo ese personal decidía sobre qué niño iba a ser dado en adopción y para quién. En todo ese tinglado, las madres no pintaban nada.

Si hay un concepto sagrado y tabú es el de la maternidad altruista. Nunca se consintió, ni antes ni ahora, que las madres que daban un hijo en adopción, por necesitadas que estuvieran, fueran compensadas de alguna manera. Por el mismo principio están prohibidos en España los vientres de alquiler. Naturalmente, también se ningunea a las madres biológicas a la hora de elegir padres adoptivos.

A las parejas que aspiraban a adoptar les quedan pocas alternativas. Los tratamientos contra la infertilidad, caros y penosos, son muy recientes y a veces no dan los resultados apetecidos. Pero el que hizo la ley, hizo la trampa. Hace unos quince años supe que una gitana pululaba por la zona de ginecología de un gran hospital ofreciendo, discretamente, el fruto de su vientre por dos millones de pesetas. El plan era fácil: cuando llegaba el parto, el marido de la pareja infértil se presentaba en el hospital con su cartilla de la Seguridad Social y la parturienta quedaba ingresada como si fuera su esposa. Así, al nacer el niño ya figuraba con los apellidos de sus padres de adopción. Por lo estudiado que estaba el plan, supongo que debía de ser cosa relativamente frecuente.

Quedaba también la opción de llegar a un acuerdo comercial con una señora de confianza, como dicen que hizo el abuelo de la actual reina de Inglaterra por vía materna. Parece que el conde de Strathmore echó mano de este recurso tan chusco y preñó a la cocinera francesa que fue, realmente, la abuela de la actual reina de Inglaterra. Yo no me creo nada. Si el conde se lió con la cocinera sería porque ésta lo sedujo con sus guisos y no por falta de herederos, ya que la señora condesa era una coneja que había tenido ya ocho hijos cuando nació Elizabeth Bowes-Lyon.

Lo que realmente se hizo notar con la caída de la oferta de niños fue una mayor presión por parte de los padres adoptantes sobre los intermediarios que podían hacer trampas. Y las hacían. El personal de la sala de partos donde, precisamente, la monja en entredicho revoloteaba era un lugar estratégico, y me apuesto mi colección de estampitas de los ángeles custodios a que actuó convencida de que para proporcionar al recién nacido una cuna inmaculada era lícito emplear aquella fórmula maquiavélica que decía que un fin bueno puede hacer buena una acción mala. Y tuvo la soberbia de creer que ella actuaba en nombre de Dios. Todavía debe de estar perpleja pensando qué demonios hizo mal. Bueno, pues yo condeno a esta monja por mentirosa, manipuladora y orgullosa a hacer una confesión general de sus pecados, a que se imponga un cilicio bien prieto y a que lave a mano las cacas de los bebés de la maternidad mientras esté en sus cabales.

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