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Sin novedad

El palestino de a pié ha dejado de creer en el viejo programa nacionalista –escandalizado por la corrupción, el desorden y la falta de expectativas– y ha vuelto a lo único que le queda, el Islam en su versión más conservadora

Tras el fracaso del proceso de paz en tiempos de Arafat, israelíes y norteamericanos fijaron una nueva posición: no habría nuevas negociaciones mientras él siguiera al frente y no se desarrollase un auténtico proceso democrático. Su muerte hizo posible la convocatoria de elecciones presidenciales, municipales y, finalmente, generales. Hoy las relaciones se han restablecido, el proceso se ha reanudado, pero las expectativas son tan malas como cabía imaginar unos meses atrás.
 
La democracia no es un mero mecanismo de resolución de conflictos. Implica un conjunto de valores que informan el comportamiento de sus autoridades. Como se repitió hasta la saciedad, la legitimidad que aportaba la nueva situación debía llevar a los nuevos dirigentes, que eran los de siempre, a afrontar reformas fundamentales. Entre ellas había que destacar la lucha contra la corrupción y el desmantelamiento de las organizaciones terroristas. Ninguna de las dos misiones ha sido asumida ni, mucho menos, emprendida.
 
Durante años se presionó a Arafat para que arrancara de cuajo estos tumores que estaban destruyendo a la propia sociedad palestina. Se nos dijo que en aquellas circunstancias de enfrentamiento con Israel era inviable, que provocaría una guerra civil que no estaban dispuestos a asumir. Nunca sabremos si Arafat hubiera podido, algo que las autoridades israelíes afirman sin dudar, sólo podemos asegurar que no sólo no lo intentó, sino que fue el principal promotor de organizaciones y de actos terroristas. Sus sucesores no han tenido el coraje de intentarlo y hoy la futura Palestina se rompe ante la ineptitud de la Autoridad Palestina, incapaz de imponer el orden en la calle. La población se resiente y la policía se revuelve contra el Presidente sin lograr nada.
 
El desprestigio de la vieja guardia aumenta con otro mal endémico, la corrupción. Una sociedad empobrecida se ve sorprendida ante el espectáculo de una elite que se reparte una buena parte de la ayuda internacional, colocando a los afines en la lista del presupuesto oficial. La corrupción es siempre la antesala de la incompetencia y del subdesarrollo.
 
El palestino de a pié ha dejado de creer en el viejo programa nacionalista –escandalizado por la corrupción, el desorden y la falta de expectativas– y ha vuelto a lo único que le queda, el Islam en su versión más conservadora. Hamás representa los valores ancestrales, pero también el orden y la solidaridad.
 
La falta de reformas ha llevado a una aceleración del proceso de descomposición de Al Fatah, la vieja formación creada por Arafat para combatir a Israel. Una nueva generación irrumpe, con la intención de renovar en profundidad la cúpula directiva. La lucha por el poder erosiona la imagen del partido, tanto como las concesiones a los jóvenes debilitan a las actuales autoridades. No es de extrañar que ahora propongan la postergación del proceso electoral, culpando de ello a la falta de colaboración israelí en el caso concreto de Jerusalén. Un gesto que todo el mundo ha analizado en clave de huida hacia delante, de intento último de ganar tiempo de contener la deriva hacia el desastre.
 
Las elecciones generales pueden situar a Hamas como primera fuerza política o, al menos, como un partido poderoso con el que sea inevitable pactar. Si a eso sumamos el auge de una generación de dirigentes de Fatah formados en las dos intifadas, nos encontramos con un escenario poco atractivo. Aparentemente el terrorismo continuará. A nadie ha sorprendido la comunicación de que Hamás no renovará la tregua y de que volverá a la acción armada.
 
Es en extremo arriesgado adelantar la evolución de los acontecimientos. Lo que sí resulta evidente es que el plan de desenganche israelí, con el famoso muro-valla-alambrada, fue un paso de extraordinaria inteligencia estratégica. Israel ni ha tenido, ni tiene, ni va a tener en un tiempo previsible un interlocutor con el que negociar un paz definitiva. No le queda otra opción que establecer unas fronteras provisionales, reforzar sus instrumentos de seguridad y retirarse unilateralmente de buena parte de la Cisjordania. Mientras tanto, ni ellos ni nosotros podemos legitimar a terroristas considerándolos como interlocutores. Si Hamás y los grupos dependientes de Fatah no abandonan definitivamente las armas no hay nada que hablar con ellos, pero mucho que hacer para su contención.

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