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DIGRESIONES HISTÓRICAS

Bibliotecas para nada

Hace ya bastante años, cuando me puse a revisar críticamente algunos aspectos del marxismo, hice un estudio sobre una supuesta ley con la que Marx intentaba coronar el edificio de su teoría sobre el capital: la del descenso tendencial de la tasa de ganancia. Llegué a la conclusión de que se trataba de una imposibilidad lógica, por ser contradictoria en sus propios términos, y no precisamente a la manera dialéctica.

Lo que me maravilló fue que, si yo estaba acertado, entonces sería perfectamente inútil la copiosa bibliografía al respecto, que incluye largas polémicas entre doctrinarios, sesudas consideraciones teóricas sobre las implicaciones de la ley, complejos análisis sobre sus manifestaciones prácticas a lo largo de la historia del capitalismo, etc. “¡Bibliotecas enteras para nada!”, me dije… En fin, espero fervientemente haber acertado (incluyo mi estudio en La sociedad homosexual y otros ensayos, por si alguien tiene interés en rebatirme).

Me venía lo anterior a la cabeza con motivo de un artículo de Santos Juliá en Revista de libros, donde comenta indignado una negativa evaluación de Stanley Payne sobre la actual producción historiográfica española en torno a la república y la guerra civil. A juicio de Payne, la mayor parte de las tesis doctorales y otros estudios españoles resultan “predecible y penosamente estrechos y formulistas, y rara vez se plantean preguntas nuevas e interesantes. Los historiadores profesionales no son, a decir verdad, mucho mejores. Casi siempre evitan suscitar preguntas nuevas y fundamentales sobre el conflicto, bien ignorándolas, bien actuando como si casi todos los grandes temas ya se hubieran resuelto. Esto, por supuesto, está muy lejos de la realidad, ya que la Guerra Civil española seguirá constituyendo durante mucho tiempo un objeto de estudio muy problemático, en la línea de las revoluciones francesa o rusa”.

Juliá responde a este argumento cualitativo, por así decir, con otro meramente cuantitativo. En los últimos años, arguye, se ha publicado un gran número de libros, de los cuales enumera 37, españoles y extranjeros, y la marea no da señales de refluir. A su entender, ello demostraría la buena salud de la historiografía actual sobre la república y la guerra, aunque no explica bien ni mal por qué esa abundancia entraña calidad, salvo por algunas adjetivaciones elogiosas que se supone hemos de compartir por venir de él. Hay, no obstante, una explicación implícita en el hecho de que los libros seleccionados concuerdan con el estilo “políticamente correcto” del propio Juliá. Otros, ni se molesta en mencionarlos el altivo profesor.

Hoy proliferan, desde luego, los libros sobre aquel conflicto, pero una proporción muy elevada de ellos incide en la más simplona propaganda de guerra, resucitada en estos años con singular ímpetu. De muchos, el mero título, a veces estúpido, a veces truculento, exhibe ya su carácter propagandístico: Rojo, el general que humilló a Franco (perdiendo todas las batallas con éste) Maquis, el puño que golpeó al franquismo (y salió destrozado del golpe) Toda España era una cárcel, Los esclavos de Franco, La columna de la muerte y un largo etcétera.

Por supuesto, los hay mejores, pero en mi opinión, Payne tiene razón en lo esencial, e intentaré aclarar por qué. La mayoría de los estudios, incluso muchos con cierto rigor académico, parten de un fatal desenfoque que los echa a perder en gran medida. Buena parte de esos trabajos está enfocada desde la perspectiva marxista de la lucha de clases, según la cual la contienda enfrentó a la república y al fascismo o, más vagamente, a la reacción, que se habría alzado para impedir las reformas democráticas de la primera, tan beneficiosas para el “pueblo” o para la “clase obrera”.

A cualquier historiador reflexivo debería hacerle sospechar el dato de que ese esquema haya sido divulgado masivamente por una propaganda tan democrática como la staliniana, y que lleve a conclusiones tan improbables como que el Kremlin defendió la libertad política interna y externa de España, traicionada en cambio por las auténticas democracias. Y ésta es sólo una incongruencia entre muchas.

Pues, ¿cómo encaja en esa concepción de la república el hecho de que en octubre de 1934 las izquierdas (socialistas, nacionalistas catalanes, comunistas y bastantes anarquistas, apoyados políticamente por los republicanos jacobinos) se alzaran en armas contra un gobierno democrático de centro derecha, salido de las urnas? ¿O que, ante tal ataque, la derecha defendiera la Constitución? ¡Son hechos bien notables, pero inexplicables con el desenfoque dicho! ¿Y cómo explicar que, en cambio, ante la sublevación derechista de julio de 1936, el gobierno de izquierdas no defendiera la Constitución, sino que acabara de arrasarla al repartir las armas a las masas y abrir paso a una revolución en extremo violenta? ¿Cómo interpretar, además, que, entre febrero y julio del 36, el gobierno supuestamente democrático de izquierdas no pusiera coto a los avances revolucionarios y rehusara aplicar la ley a quienes imponían su propia ley desde la calle, como le pedían las derechas? Estos datos clave, y una infinidad más de menor enjundia, no hay modo de integrarlos en la interpretación de Juliá y los suyos.

Peor todavía es llamar democracia al Frente Popular durante la contienda. Quienes así desvirtúan la historia admiten unos primeros meses de “descontrol”, pero, aseguran, el gobierno democrático se recompuso en octubre. ¡Un gobierno dominado por quienes habían asaltado la democracia en 1934, acompañados bien pronto por los ácratas, auténticos verdugos de Azaña en el primer bienio y uno de los peores cánceres de la república! ¿Se volvieron demócratas de pronto todos ellos? ¿Y cómo explicar que entre tales “demócratas” se hiciera hegemónico el PCE, agente directo de Stalin?

Podríamos seguir así largamente, hasta llegar al suceso, igualmente inexplicable en el esquema de Juliá, de que gran parte de la misma izquierda terminase por preferir entrar en guerra civil con sus propios aliados y rendirse sin condiciones a un Franco inclemente, antes que seguir bajo la férula de Negrín y los comunistas.

Quien lea con espíritu crítico percibe fácilmente las continuas incoherencias, omisiones y distorsiones por parte de esa historiografía que quiere pasar por la última y definitiva palabra sobre la guerra civil. Y quien vea la prensa y documentación de la época, o simplemente estudie los diarios de Azaña, entiende cómo esa historiografía lastrada por la propaganda enturbia nuestro conocimiento de la realidad histórica. Y sin embargo multitud de historiadores insiste con asombrosa tenacidad en retorcer inverosímilmente los hechos para encajarlos en sus esquemas

Una vez más, ¡bibliotecas para nada! Aunque no todo se pierde, claro. La mera investigación siempre saca a la luz hechos y datos nuevos y aprovechables, pero el fatal desenfoque los priva de valor. Viene a ser como construir un barco deforme, con los costados desiguales y la proa cuadrada. Aunque los materiales de construcción sean de buena calidad, el engendro navegará muy mal, si es que navega. En cambio sus materiales siempre podrán utilizarse como material de desguace.
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