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LIBERALISMO Y UTOPÍA

El malestar en la modernidad

Una de las cuestiones clave que aborda Pedro Schwartz en su indispensable libro En busca de Montesquieu. La democracia en peligro es la causa de que el sistema liberal-capitalista suscite tanta oposición e insatisfacción, pese a sus espectaculares éxitos en materia de libertades y bienestar material. Para ello, repasa varias de las más influyentes críticas y temores al sistema, desde Marx a Ortega, Freud, Schumpeter o Huxley.

Una de las cuestiones clave que aborda Pedro Schwartz en su indispensable libro En busca de Montesquieu. La democracia en peligro es la causa de que el sistema liberal-capitalista suscite tanta oposición e insatisfacción, pese a sus espectaculares éxitos en materia de libertades y bienestar material. Para ello, repasa varias de las más influyentes críticas y temores al sistema, desde Marx a Ortega, Freud, Schumpeter o Huxley.
Todas parecen rebatibles desde la experiencia histórica y los conceptos liberales. Pero la oposición persiste y se transforma, reapareciendo una y otra vez con nuevos argumentos, efecto de "un malestar siempre presente". Tras repasar a los críticos, Schwartz concluye:
Quedamos con el convencimiento de que la enemiga a la Sociedad Abierta solo en parte puede explicarse por razones de cálculo económico racional. El horror a la libertad, que a veces llega hasta el crimen comunal, tiene un componente más profundo que el del coste económico de acabar con los estancos y los privilegios, y lo costoso de informarse antes de votar. El modelo de homo oeconomicus ha conseguido grandes resultados en la explicación de los fenómenos sociales, pero hay profundidades que la sonda de los economistas quizá no pueda explorar. Dicho de otra manera, el modo económico y comercial es una de las formas de operar del ser humano, de ese hombre oportunista, maximizador, ocurrente. Pero la evolución cultural ha dejado en su memoria atávica otros estratos de costumbre que no son los del cálculo sobre la base del propio interés (…) Debemos concluir, pues, que los humanos nunca resolveremos del todo las contradicciones que anidan en nuestras conciencias. La humanidad sabe mal de dónde viene y no sabe adónde va. La Sociedad Abierta, por su propia naturaleza, sigue un camino que nadie ha trazado. Es una sociedad que, por así decir, acabamos de descubrir: nos atrae y nos repele a la vez. El malestar en la cultura no va a curarse mañana. Nuestra civilización individualista y libertaria no solo está amenazada desde fuera, sino también desde el interior de nuestras almas.
Conclusión no muy optimista, y en alguna medida contradictoria. Ciertamente, el modo económico y comercial es sólo un aspecto de la vida humana: tratar de reducir la vida o la libertad a ese componente podría ser nefasto, y por ello los argumentos basados en él sólo en parte pueden explicar la conducta de los hombres.
 
Marx fue quien empezó a suponer que la economía, la base material de la vida humana, explicaba y daba sentido a todo el resto. Ese enfoque de la sociedad resultaba muy satisfactorio para quienes lo consideraban materialista y científico y detestaban el idealismo o espiritualismo; aunque no se explica por qué la economía sería más o menos material que la literatura, por ejemplo.
 
Además, ¿debemos suponer que los modos no económicos de actuar y pensar son por fuerza negativos? Hay una tendencia a verlo así, y a atribuirlos a atavismos. Schwartz menciona la teoría de que las formas de vida de cazadores y recolectores durante 40.000 de los 50.000 años de existencia del homo sapiens sapiens forzosamente han impreso en la psique una huella profunda. Tan largo espacio de tiempo viviendo en pequeños grupos muy homogéneos, de intensa solidaridad interna, sin estructuras sociales muy definidas y viviendo al día, sin inversión, habría dejado unas pautas de conducta, actitudes y propensiones primitivas que "perviven bajo el barniz de las civilizaciones posteriores". El malestar en la civilización en general, y en la sociedad liberal-capitalista particularmente, brotaría de una psique moldeada por aquellas formas de vida y que no acaba de adaptarse a las exigencias civilizadoras.
 
Una variación sería la explicación freudiana del malestar mediante un mito: el asesinato del padre acaparador de las hembras, especie de pecado original oscuramente resentido y fuente de neurosis consustanciales a la cultura, debido a su obligada restricción de los deseos sexuales.
 
Hace poco leí una curiosa interpretación del paraíso terrenal, cuyos restos habrían sido descubiertos, siguiendo más o menos a la Biblia, en el este de Turquía, lugar donde el nomadismo venatorio había dado paso al sedentarismo agrario, y con él a las primeras civilizaciones, hará 11.000 años. Según un paleozoólogo alemán, el cambio fue traumático: "En comparación, ¡qué bella había sido la antigua vida de cazadores! Libre, sin ataduras y repleta de aventuras. En aquel entonces las gacelas y los asnos salvajes recorrían la verde campiña de la alta Mesopotamia". El paso al sedentarismo habría significado un trabajo penoso, ímprobo y mal recompensado: los primeros agricultores sufrían más enfermedades y morían antes, y crearon una organización social compleja y opresiva.
 
El mito del paraíso, de Adán y Eva, aludiría a esa pérdida, que habría quedado en el subconsciente humano como una protesta permanente contra las demandas de la civilización. Pero quizá los cazadores, aun si más aventureros, no fueran tan libres, con la aplastante presión del grupo sobre el individualismo connatural al hombre; ni dejarían de soportar los inconvenientes de la violenta competencia por los mejores terrenos de caza, etc. Además, no se explica por qué la gente habría querido cambiar una vida tan libre y remuneradora por la sujeción y la penuria.
 
Pero buscar en el pasado la explicación del presente no resulta del todo satisfactorio. Generalmente sólo demuestra que gran parte de nuestros problemas y actitudes existían también hace miles y miles de años, probablemente desde que el hombre es hombre. Pero la larga duración de un hecho no es la causa del mismo. Y el mito del paraíso terrenal no parece referible al hecho, en cierto modo trivial, de un cambio económico. En realidad, la Biblia pretende explicar con él la propia condición humana, la pérdida de la inocencia e irresponsabilidad animal y la aparición de la culpa consiguiente a la libertad y a la responsabilidad por los propios actos.
 
Esa condición humana, la cultura (no existe una situación humana anterior a la cultura con la que establecer comparaciones), debe afectar a todos los hombres; en realidad, los constituye como tales, ya vivan en culturas cazadoras, agrarias o en las inmensas urbes actuales. Malestar en la cultura equivale a malestar en la condición humana. Y a ésta le acompaña siempre, por cierto, un lado oscuro y angustioso: baste pensar en la conciencia de la muerte, de la exposición continua al accidente o al horror de ciertas enfermedades, angustias presentes siempre aunque en general de modo difuso. Pero, además, la propia naturaleza del deseo lleva aparejados al mismo tiempo la satisfacción y el malestar.
 
Creo que Paul Diel proporciona un enfoque bastante adecuado y que no exige seudoexplicaciones en pasados remotos. Así como el animal no tiene propiamente deseos, sino más bien necesidades, cuya satisfacción es regulada por el instinto, el ser humano, con el instinto debilitado, es capaz de multiplicar imaginativamente sus deseos, a menudo contradictorios entre sí. Esa capacidad impone un constante esfuerzo psíquico de ordenación y armonización de esos deseos, tarea necesaria y fructífera, fuente de la cultura; tarea también penosa, por la energía requerida, porque obliga a constantes renuncias a deseos imposibles o destructivos, o al sacrificio de unos para satisfacer otros que se consideran o esperan superiores.
 
La labor cultural e individual ("racionalización y sublimación" de los deseos) nunca es completa ni estable, y su insuficiencia genera la culpa. Existe, por tanto, un doble motivo para el malestar humano: la renuncia mal digerida a numerosos deseos y la culpa, fácilmente exaltable y proyectable sobre el exterior (sobre la cultura, o sobre grupos sociales, por ejemplo). Persiste la añoranza del "paraíso", de la animalidad, en definitiva (una forma grotesca de la misma la encontramos en esa pretensión actual de los "derechos de los animales": en definitiva, todos debiéramos ser iguales).
 
El ideal de las ideologías utópicas, mejor o peor explicitado, consiste en sociedades donde todos los deseos serían satisfechos y no existiría, por tanto, el malestar de la culpa y la responsabilidad: la vuelta al paraíso. De ahí el atractivo de las críticas, como las de Marx y tantos otros, dirigidas a probar el carácter necesariamente restrictivo del capitalismo y de las demás formas culturales del pasado, formas que "alienarían" al hombre de su verdadera e ideal naturaleza. La destrucción de la sociedad liberal ("burguesa") abriría el paso al hombre en plenitud, exento de malestares.
 
Pero la primera sacrificada en esta concepción es, inevitablemente, la libertad, "innecesaria" al suprimirse la responsabilidad. El segundo sacrificio sería el de una multitud de deseos, declarados antisociales o anticientíficos o primitivos… De la promesa de satisfacción general de los deseos se pasa a la supresión real de una multitud de ellos, en particular los referidos a la libertad, también llamados espirituales: la necesidad individual de armonizar la inagotable capacidad humana para desear queda transferida a alguna autoridad con poder absoluto, última defensa contra el desmoronamiento social.
 
El malestar es connatural a la condición humana, a la cultura. Y la ilusión de erradicarlo por completo podría empujar también al liberalismo por la senda de la utopía.
 
 
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