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España sin complejos

"¡España existe!", exclamaría un extranjero que leyera el excelente libro que ha publicado el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales. El Centro ha acertado no sólo en la oportunidad sino en la calidad del estudio. Tres reputados especialistas describen agudamente, con pasión en ocasiones, el carácter histórico de los símbolos españoles. Carmen Iglesias, directora del Centro, asegura en la introducción que el símbolo es una "representación sensorialmente perceptible de la realidad", una convención colectiva, "base imprescindible de cohesión y convivencia". Y España no es sólo una realidad histórica, sino un sentimiento de pertenencia que se manifiesta a través de sus símbolos. La obra emprende la tarea de explicar cómo nacieron y se consolidaron el escudo, la bandera y el himno nacionales como símbolos de nuestro país.

Faustino Menéndez Pidal de Navascués, de la Real Academia de la Historia, hace hincapié en los sentidos o significados que llevaban anejos los signos, más que en lo puramente formal de su constitución gráfica, pues es en aquellos en donde reside su interés histórico y humano. Menéndez Pidal inicia su obra en la Hispania Romana, entendiendo que desde entonces se consideraban unidos los pueblos peninsulares.

Resulta de gran interés el referente visigodo como iconografía y fuente litúrgica para los reyes de los reinos de la Reconquista, en los fugaces "Imperator Hispaniae", de Asturias, León y Castilla. Encontramos en el buen trabajo de Menéndez Pidal dos momentos de enorme trascendencia para la formación del escudo español antes del siglo XIX. El primero de ellos es cuando el rey castellano Fernando III recibe en 1230 la Corona de León y crea el emblema de unión de los dos reinos: un escudo con cuatro cuarteles, los de Castilla y León alternándose. Este escudo acuartelado constituyó, en palabras del autor, el "principio, núcleo y resumen de las armas de los reyes de España" que se respetó hasta la Revolución de 1868, se retomó en la Restauración de 1876, perduró hasta la segunda República, y, finalmente, sobrevivió desde 1938 hasta 1981.

El segundo hecho fue el escudo que forjaron en 1475 los Reyes Católicos, que, tomando como base el de Fernando III, sumaron a las armas de Castilla y León las de Aragón-Sicilia, luego el signo parlante del reino de Granada, y en 1516 las cadenas de Navarra.

La importancia estriba en su carácter territorial, que predominó sobre la significación de las armas familiares, confiriendo a todo el territorio una unidad sobre unas bases históricas comunes.

El Imperio, a partir de Carlos I, complicó el escudo, dificultando su reproducción en las monedas, con lo que comenzó a usarse el escudo abreviado de Fernando III con la punta de Granada. Es curioso que "lo español" se vea, también entonces, casi mejor desde fuera que desde dentro. Tuvo que ser José I Bonaparte el que, rompiendo el emblema que Carlos III había ideado y en el que incluía los territorios de "pretensión", como Parma y Toscana, se ciñó a los españoles. El rey francés adoptó un escudo dividido en seis cuarteles, Castilla, León, Aragón, Navarra, Granada y las Indias -dos columnas con la cinta, y escrito en ella el "Plus Ultra" como alma creada en tiempos de Carlos I-, y en el centro el escusón con el águila imperial. La sugerencia fue del afrancesado y liberal Juan Antonio Llorente y constituye la base del actual escudo. La vuelta de los Borbones hizo que se repusiera el emblema de Carlos III al tiempo que se utilizaba el abreviado con el escusón propio de nuestra Casa Real.

La Revolución de 1868 casi dejó al país sin escudo, bandera ni himno. Menéndez Pidal cuenta cómo se pretendió imponer un león echado o una figura de mujer recostada, el símbolo de la Hispania de Adriano. Finalmente triunfó la sensatez y la Academia de la Historia redactó un informe sobre el escudo nacional, un informe que es como el "acta de nacimiento de las armas de España puramente nacionales". El escudo se dispuso dividido en cuatro cuarteles, los de Castilla, León, Aragón y Navarra, con Granada en la punta; la Corona real se sustituyó por una Corona mural o cívica, y a los lados se pusieron las columnas de Hércules con el lema "Plus Ultra". La significación territorial que se otorgó al escudo hizo que sobreviviera a los cambios de régimen. El papel de la Academia de la Historia fue esencial para que en la Restauración se mantuviera el escudo de significación territorial con el escusón de Anjou.

La Corona mural en sustitución de la Real fue el signo distintivo de las repúblicas españolas, pero el franquismo destruyó el escudo histórico que simbolizaba la Nación en unión con la Monarquía por otro en el que artificialmente se recuperaron los signos de los Reyes Católicos: el águila de San Juan y el yugo y las flechas, añadiéndole el lema de "Una, grande, libre". La alianza de la Nación con la Corona, una unión que ha ido generalmente aparejada en nuestra historia con la búsqueda en común de la libertad, regresó en 1981. El resultado fue el escudo de 1868, con el escusón de Borbón y, coronándolo, la Corona Real cerrada.

Hugo O'Donnell, especialista en Historia naval, estudia el símbolo de la bandera nacional y resalta la importancia de Carlos III y su acierto a la hora de definirla. Hasta su reinado el emblema había sido el escudo de las armas españolas sobre el aspa roja de Borgoña en un paño blanco, pero la alianza con Francia por el Tercer Pacto de Familia y la necesidad de distinguir las fuerzas navales propias provocaron que se buscara un pabellón distinto. El saber político de Carlos III hizo que de doce modelos de bandera que se le presentaron, eligiera aquel que cumplía no sólo con el requisito de la vistosidad, sino con el histórico. La bandera bicolor, la roja y gualda, la escogió Carlos III en 1785 tomando los colores de las banderas marinas catalano-aragonesas y el escudo abreviado de España, el de Castilla y León.

Cánovas entendió que Carlos III tenía la intención de definir una "enseña general, de carácter nacional y real a un tiempo, como las nuevas ideas de la época requerían". La unión de la Nación y la Corona se muestra también en el símbolo de la bandera con toda claridad, pues si la "rojigualda" fue designada por Carlos III se puede decir que fue refrendada al tomarla como suya los liberales durante la Guerra de la Independencia, por el mismo general Riego en el levantamiento de 1820 y por la Milicia nacional en adelante. Es más, fue el Gobierno progresista de Joaquín María López el que decretó, en octubre de 1843, la bandera bicolor como la nacional. Como se puede ver, la realidad deja en entredicho las pretensiones de quienes intentan justificar el rechazo posterior a la enseña nacional diciendo que la "impusieron" los moderados de Narváez.

La Revolución de 1868 puso España boca abajo. Fernández de los Ríos propuso la inclusión del morado en la bandera. Los republicanos adoptaron la tricolor como enseña de partido, y quisieron imponerla, sin éxito en 1873, pero sí en 1931. El "morado" tenía una pretendida base histórica: los Comuneros. Durante el siglo XIX se creó el mito de unos Comuneros democráticos, luchadores de la libertad contra el opresor absolutista y extranjero, que en Villalar empaparon la bandera roja de Castilla con su sangre, tornando aquella en un color morado oscuro. Así se convirtió ésta en distintivo de la lucha contra la Monarquía, desde las sociedades secretas de 1820 hasta los nostálgicos de hoy día. Sin embargo, la bandera rojigualda se utilizó cada vez más durante el reinado de Isabel II, en gestas de toros, procesiones, edificios públicos, porque su "uso, al no estar regulado -cuenta Hugo O'Donnell-, podía en su sencillez, estar al alcance de todos", y así fue como la bicolor "era popular, y por voluntad del pueblo era ya también nacional". En la Transición todos los partidos aceptaron la bandera bicolor en aras de la unión por la democracia, y recogida por la Constitución de 1978 en su artículo 4.1, fue votada por los españoles en el referéndum del 6 de diciembre.

Begoña Lolo, profesora de Historia de la Música, se ocupa del tercer símbolo de España, el Himno. Lolo desmitifica el origen prusiano de la Marcha Granadera, base del actual himno. La leyenda tejida en el siglo XIX contaba que Federico II de Prusia dio al conde de Aranda, como regalo a Carlos III, una marcha militar que había compuesto él mismo. La inclusión de este cuento en el libro Compendio de la Historia de España de Alfonso Moreno Espinosa hizo que fuera repetido y tenido como cierto, y es que este libro de 1870 tuvo hasta 23 reediciones en las primeras décadas del siglo xx y se convirtió en libro de texto. Sin embargo, Lolo señala que no constan ni la partitura regalada, ni un encuentro posterior a 1753 entre el conde de Aranda y Federico II. Además, el Rey de Prusia dejó de componer en 1756. La Marcha Granadera era, fuera de leyendas, bien conocida en España en la primera mitad del siglo XVIII, tanto, que era utilizada en otras piezas musicales. Manuel Espinosa la recogió en las Ordenanzas Generales de 1761 en el Libro de Toques militares. Esa música de los Toques de Guerra era genuinamente española, pues sus giros melódicos y ritmos aparecían en obras religiosas del siglo XVI, como villancicos y tientos de batalla para órgano. El gusto del Rey por la Marcha Granadera hizo que se interpretara en los actos oficiales, conociéndose así también con el nombre de Marcha Real, y así fue utilizada durante el reinado de Isabel II. La identificación de la Marcha con lo español fue entonces completa.

De nuevo la Revolución de 1868 quiso cambiar otro símbolo de España. Si durante el Trienio Liberal se sustituyó la Marcha Real por el Himno de Riego, en 1870 se sacó a concurso una nueva Marcha nacional porque consideraron la Granadera muy monárquica. El jurado lo compusieron Barbieri, Hilarión Eslava -que fue sustituido por Saldoni- y Emilio Arrieta; por cierto, este último había sido profesor de canto de Isabel II y músico de cámara, lo que no le impidió componer entonces, con sentido de la oportunidad, una pieza titulada "Abajo los Borbones". Afortunadamente, y a pesar de que se presentaron 316 músicos con 472 himnos, el concurso se declaró desierto porque ninguno superó la Marcha Granadera. Amadeo I, que juró la Constitución al año siguiente, la mantuvo. En la segunda República, como en 1820, se sustituyó por el Himno de Riego, y comenzada la guerra civil se utilizaron también La Internacional, Els Segadors, Euzko Gudariak y otros, mientras que en el bando franquista se combinó la Marcha Real con los himnos falangistas y requetés.

El régimen de Franco restableció la Marcha Granadera, y hubo algunos intentos de ponerle letra, pero lo han impedido tanto la corrección poética como el contenido ideológico y la dificultad de adaptarla a la estructura melódica y rítmica. Así, la letra de Marquina es bonita pero excesivamente neo-católica -acaba con un "Dios, Patria, Rey"-, y la que escribió José María Pemán, además de fascista, es triste y simplona.

Tras la aprobación de la Constitución de 1978 hubo dificultades para regular el Himno, pues los derechos pertenecían a su último arreglista, Pérez Casas. Hasta 1997 no se llegó a un acuerdo para recuperar los derechos sobre el Himno Nacional, lo que se consiguió a cambio de 130 millones de pesetas y el 5% de lo obtenido por su explotación hasta el año 2036. Francisco Grau, director titular de la Unidad de Música de la Banda Real (antigua Guardia de Alabarderos), fue el encargado de la nueva adaptación del Himno Nacional, y en un gesto que le honra, renunció a sus derechos. La nueva versión fue estrenada en la inauguración del Teatro Real el sábado 11 de octubre de 1997 en presencia de los Reyes. Otro acierto de la edición de esta obra es la inclusión de un disco compacto con una selección de interpretaciones del Himno Nacional que muestra la distinta percepción desde 1921, momento en el que Alfonso XIII exhortaba a las tropas que partían hacia África, hasta la actualidad.

Lo que se colige del libro que comentamos es que hoy, Monarquía, Nación y libertad tienen una nueva alianza con un nuevo elemento: la Constitución de 1978. El pluralismo que ésta admite reconoce la existencia de otras nacionalidades como partes de la española. Los enemigos actuales de la Constitución, de lo que ella supone o de alguna de sus partes -Monarquía parlamentaria, Autonomías, democracia y capitalismo-, son justamente los mismos que ponen en cuestión la existencia de la Nación española. Arrastramos hoy los prejuicios derivados de los adversarios del régimen de la Restauración, de la necedad del franquismo, de la invención de la historia que hacen los nacionalistas insensatos, y del infantilismo "progre" -el que sustituía "España" por "Estado español" o "este país"- y que veía en el rechazo a lo español un modo de oposición a Franco. Los republicanos se empeñaron, por ignorancia y puerilidad políticas, en cambiar los colores de la bandera española, dañando así uno de los símbolos de la unidad nacional; pero otro tanto hizo el franquismo. En el siglo XX ha habido un doble atentado a los símbolos de España: el cambio republicano y la apropiación franquista. Todos los que han pretendido cambiar uno de los símbolos en su favor, hacerlo partidista, convertirlo en el instrumento de una parte de la Nación contra otra han fracasado. El escudo, la bandera y el himno forman parte del patrimonio común, para ser usados por todos, nunca como un instrumento de partido.

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