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José Ignacio del Castillo

Cada uno en su sitio

Mientras Jimmy Carter sigue de gira por el mayor campo de concentración del hemisferio occidental, Nancy Reagan recibía el jueves la medalla de oro del Congreso de los EE.UU. como homenaje a la enorme contribución que los Reagan han hecho a esa gran nación y al mundo libre. No debe sorprendernos ni una cosa, ni la otra.

La presidencia de Carter fue más propia de un agente comunista infiltrado que de un heredero de la tradición de Washington y Jefferson. Aprovechando su pusilanimidad unas veces –por ejemplo ante la invasión de Afganistán– y su directa colaboración en otras –entregó fondos al Frente Sandinista–, los marxistas alcanzaron el momento de máxima expansión durante su mandato. Los comunistas se apoderaron de Nicaragua y lanzaron una gigantesca ofensiva en Guatemala y El Salvador. Fue el periodo salvaje de las Brigadas Rojas en Italia, de la invasión de Afganistán, de las operaciones cubanas en Angola, Mozambique y Etiopía. Fue la época de Mengistu, de Pol Pot, de Jomeini. Muchos de los males que trajo su estupidez a este mundo, como el islamismo radical o la consolidación del movimiento ecologista, aún siguen con nosotros.

Si su política exterior fue nefasta, la interior fue todavía peor. La inflación, el paro y los tipos de interés alcanzaron los dobles dígitos. Su política energética (controles de precios incluidos) hizo creer a mucha gente que el crecimiento económico ya no era viable y que los recursos naturales se estaban agotando. La delincuencia, la drogadicción, los conflictos raciales, alcanzaron también sus cotas más altas. Lo chic era quemar la bandera de las barras y estrellas y hablar de los grandes experimentos sociales de Albania y Camboya,...

Ronald W. Reagan fue elegido presidente en noviembre de 1980. Aprobando la mayor rebaja de impuestos de la historia de los EEUU, eliminando buen número de regulaciones y volviendo a convertir a los EEUU en un lugar seguro para la propiedad y atractivo para las inversiones, produjo una revolución económica que terminaría acabando con la inflación, el desempleo y los altos tipos de interés. Reagan era capaz de condensar en frases graciosas una gran sabiduría. Suyas son frases como “Lo que más teme oír un norteamericano es: Soy del gobierno y vengo a solucionar sus problemas”. Sobre el liberalismo y el socialismo comentaba: “la diferencia que hay entre una democracia y una democracia popular es la misma que existe entre una camisa y una camisa de fuerza”. Tras escuchar a unos adanes corear en una manifestación aquello de “Nosotros somos el futuro” ironizó, “creo que venderé mis bonos”.

Quizás de todos sus grandes logros, y no fueron pocos (la prosperidad económica, los valores auténticos frente al camelo pseudo-progresista, etc.), el más destacable fue ganar la guerra contra el comunismo (la mayor aberración humana de la historia junto al nazismo) sin disparar prácticamente un solo tiro. Muy posiblemente gracias a él, tengamos hoy libertad de prensa y expresión, progreso técnico y material y gocemos de la posibilidad de tener vida privada sin estar obligados a espiar a los amigos, a denunciar a los vecinos y a desconfiar hasta de la propia familia. Justo todo aquello de lo que carece la Cuba que visita Carter o la Corea del Norte de la que tratan de escapar millones de lobotomizados, hambrientos y aterrorizados. No en vano Reagan es la bestia negra de los comunistas. No en vano, la organización pro-terrorista Elkarri propuso a Carter como mediador entre España y la ETA. Reagan y Carter, cada uno en su sitio.

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