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José T. Raga

¿Será una estratagema?

Cambiar de manos públicas nunca será la solución. No hay ninguna garantía de que el Estado sea menos manirroto que las comunidades autónomas o que los ayuntamientos.

Pensándolo bien, puede que se trate de una mal intencionada voluntad de nacionalización o, si prefieren ustedes, de estatalización, pues próximos a celebrar el segundo centenario de la Constitución de 1812, en la que el término Nación se reviste de toda la dignidad que le es propia como expresión de la soberanía nacional, resultaría ofensivo emplear tan noble vocablo, para fórmulas perversas, anticuadas y de probado fracaso, con las que se podría dar cauce a una supuesta pretensión del Gobierno que preside el señor Rodríguez Zapatero, que ya nos tiene acostumbrados a presentar lobos con disfraz de ovejas.

O se trata de eso, o estamos ante un caso más de torpeza en el diseño regulatorio que, cuanto más avanza, más se aleja del objetivo que pretende conseguir. Me estoy refiriendo al cambio de modelo aplicable a las cajas de ahorros en un momento de crisis –quizá sería más propio el término quiebra– financiera, en la que buena parte de dichas instituciones han tenido un papel muy significativo.

Operaciones alegres, ajenas a la prudencia exigible a un sector cuya actividad está basada en la confianza, concentración de riesgos en sectores y actividades económicas y, en muchos casos, concentración de riesgos también en clientes, llevados del amiguismo o de intereses aún más espurios. Recursos a espuertas para financiar, gratis et amore, en unos casos, y sin esperanzas de amortización en otros, proyectos y objetivos encaminados a la mayor gloria de la autoridad política que domina las decisiones en la institución, y de quien depende la elección de sus directivos, o dirigidos a gozar del beneplácito de los partidos políticos favorecidos, por aquello de que "hay que estar a bien con el poder de hoy y con el que pueda serlo de mañana". Un poder que, así concebido, presenta el rasgo de arbitrariedad que, cualquier ciudadano de a pie desearía ver desterrado de su propio país.

Ese tipo de actuaciones están detrás de todo lo que hoy está viviendo el sistema financiero español. El deseo de opacidad del Gobierno y la lentitud proverbial de la justicia en España hacen que la situación se agrave día a día, contagiando al sistema en su conjunto y provocando una fuga legítima de capitales a cuentas legales en el exterior, con el fin de no incurrir en un riesgo desconocido y por ello no deseado.

Somos conscientes de que algún banco también ha cometido desmanes, aunque se apresuraron a buscar soluciones inmediatas, cosa que en las cajas se ha visto ralentizada por la discusión política, en un intento de mantener las parcelas de poder que la autoridad ha venido detentando para provecho de su propio gobierno y, en muchos casos, de su propio sostenimiento en el poder. Y es que, frente a los bancos, que ostentan una propiedad bien definida, ante la que responden sus gestores dando cuentas de su gestión, en las cajas la propiedad no se sitúa en nadie en particular, con lo que el resultado de la gestión sólo puede controlarse por Fuenteovejuna, o por la autoridad que, sin poner a riesgo un solo céntimo de su propio patrimonio, tiene en cambio la capacidad de dominio y de control. Y, francamente, frente a un Fuenteovejuna difuso y difícilmente perceptible, la autoridad política que, repito, no se juega nada propio, está bien definida y su voluntad tiene efectos inmediatos sobre el gestor, tanto más cuanto mayor sea su indolencia.

Ese problema de falta de propietario, que es un problema real, tan real que hasta el Gobierno español parece haberse dado cuenta, trata de resolverse, al menos teóricamente, con un cambio en el estatus jurídico de las cajas, convirtiéndolas en sociedades anónimas, es decir, en bancos. La idea mereció inicialmente una acogida favorable, pues, justo es reconocerlo, las cajas hoy han perdido aquellos rasgos que determinaron su aparición en el mundo financiero, por lo que si hacen lo mismo que los bancos, háganse como éstos. Por ello, alabamos la idea en su origen.

El problema es, como siempre, cuando esa idea se materializa en norma para llevarla al mundo de las realidades con abandono del de las ideas. Son tales las trabas que aparecen para que aquella idea se convierta en realidad –no olvidemos que sólo se convertirá en realidad si consigue atraer el interés y el capital de los inversores privados–, es tal la indefinición de los valores patrimoniales de las cajas como negocio bancario ante sus posibles interesados, que difícilmente podrán ser un atractivo para alguien que esté dispuesto a poner sus recursos a tal fin. Si a eso añaden la limitación de la cuantía de la participación privada, que no podrá ser superior a la pública, es fácil suponer que el mejor intencionado se dé la vuelta y dirija su mirada hacia otro lugar.

Llegado a este punto, uno, con toda ingenuidad, se pregunta: ¿es posible tanta torpeza? ¿Es comprensible que la cerrazón de la torre de marfil en la que viven las autoridades, impida ver el mundo real en el que viven los ciudadanos? De aquí, mi pregunta inicial; porque, si no es torpeza, si no es desconocimiento de la realidad, ¿no será una estratagema para convertir las cajas en bancos públicos del Estado ante la renuncia privada a participar en su capital?

Ante semejante posibilidad, me apresuro a decir que cualquier solución será mejor que esa. Cambiar de manos públicas nunca será la solución. No hay ninguna garantía de que el Estado sea menos manirroto que las comunidades autónomas o que los ayuntamientos. Es más, el Estado, las comunidades autónomas y los ayuntamientos son entes incorpóreos y, por tanto, incapaces de tomar una decisión. La decisión es de los Gobiernos, sean del Estado, de las comunidades autónomas o de los ayuntamientos, y, de esos, sabemos demasiado para poner nuestra confianza y nuestros dineros, voluntariamente en sus manos. Otra cosa es que, cuando no hay voluntad en los particulares, los Gobiernos utilizan la coacción para conseguir lo que éstos, no estaban dispuestos a hacer voluntariamente.

Así son las cosas. Y a pagarlo, como siempre, poca ropa.

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