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GENTES DEL LIBRO

Por El camino del norte, Horacio se sale

Horacio Vázquez-Rial publicó un libro-confesión duro y tormentoso, Los últimos tiempos, hace cosa de 15 años. La estaba pasando mal Horacio entonces, y en la foto de la solapa se le notaba la tensión nerviosa y la borrasca y el ceño que no quiso fruncir ante la cámara. Han pasado todos esos años y bastantes libros y acabo de leer sin pausa y demorándome lo suyo más reciente: El camino del norte. Hay otra foto en esta solapa, y aquel Horacio es otro que se deja retratar sereno y satisfecho de haber conseguido estar mucho más a gusto consigo mismo. De estar cosechando. Me alegro tanto. Y lo felicito: le acaba de brotar una de sus mejores obras.

Horacio Vázquez-Rial publicó un libro-confesión duro y tormentoso, Los últimos tiempos, hace cosa de 15 años. La estaba pasando mal Horacio entonces, y en la foto de la solapa se le notaba la tensión nerviosa y la borrasca y el ceño que no quiso fruncir ante la cámara. Han pasado todos esos años y bastantes libros y acabo de leer sin pausa y demorándome lo suyo más reciente: El camino del norte. Hay otra foto en esta solapa, y aquel Horacio es otro que se deja retratar sereno y satisfecho de haber conseguido estar mucho más a gusto consigo mismo. De estar cosechando. Me alegro tanto. Y lo felicito: le acaba de brotar una de sus mejores obras.
Es una novela pero Horacio se empeñó en hablarme de ella como cuento. Sea. Les cuento:
 
Había una vez un médico, Enrique Kramer, que salió del mundo de los que están peor que muertos para emprender el camino del norte; de su prima Lucinda, pues, con quien supo del amor y del deseo y a la que no olvidaría así pasaran, y pasaron, tantos años. Entre medias se embarcó en lo que creyó la revolución pero no fue sino la más siniestra farsa. Finalmente lo supo, calló y, cuando pudo o no le quedó otra, huyó. De los milicos y de sus camaradas.
 
"Para que el viaje fuera solución y no un simple alivio, el que se va no debiera llevarse" (Adolfo Bioy Casares). Kramer se marchó cargándose, y con su amor que mata, la inicua Mariana, carcomiéndole a modo las entrañas. Así que regresó a la capital del dolor, Buenos Aires, y le reconocieron y le dieron caza. Pero no lo mataron: lo recluyeron en un círculo del infierno que hacía las veces de clínica de sueño. Seguramente, por obra y gracia de Mariana. "No se equivoque: no es que me quisiera vivo", le dirá años después Kramer a un hombre bueno. "Me quería no muerto, como los zombis. No muerto para poder seguir matándome".
 
Al cabo de los años, tres, dos amigos consiguieron rescatarlo. Despertó. Y fue entonces que emprendió el camino del norte, que puso rumbo a Lucinda. Que empieza la novela.
 
La historia se remonta a la Argentina de los infames 70 y transcurre en los años 2002 y 2001, los del corralito y el "Que se vayan todos"; pero no se fue ninguno y a los postres se empotró en la Casa Rosada el bribón de Néstor Kirchner, que es tan malo como parece. Damos en leer en El camino del norte descripciones de la devastación que se ha cernido sobre la República Austral en todos los órdenes, acaso especialmente en el moral. Horacio nos sirve páginas de realismo para nada mágico, en todo caso formidable. Y la versión argentina del célebre "¿En qué momento se jodió el Perú, Zavalita?", que acuñó Mario Vargas Llosa en Conversación en La Catedral:
 
– ¿Cuándo cruzamos la frontera? –preguntó Bruno al cabo de un rato.
– ¿Qué frontera?
– La que separa la Argentina de este país.
– Ah, esa... Hace unos cuarenta años, más o menos. Pero hay quien dice que hace setenta. La verdad es que ya nadie se acuerda, ¿no?
 
Sí. El propio Horacio. La Argentina se echó a perder en los años 30, cuando dio de lado el legado de la derecha liberal, que había puesto el país entre los primeros del mundo y convertido Buenos Aires en la Nueva York del sur de América, y abrazó a cuanto liberticida se le puso por delante. Así vinieron los espadones fascistas, el Innombrable con Evita y sus descamisados, la izquierda imbécil, alunada y terrorista, las psicopáticas yuntas de militares nazis y finalmente la democracia, con su manga de barandas claudicantes, ineptos o ladrones, de la que no acaban de fiarse ni Bruno ni el doctor Kramer:
 
– Estamos en democracia desde hace casi veinte años, ¿no? –pretendió confirmar Bruno mientras abría la puerta de la casa.
– Pero seguimos con miedo a la policía.
– Es una democracia imperfecta.
– Subdesarrollada.
– Una mierda.
– Sí. Vamos a dormir.
 
Horacio ha dedicado El camino del norte a dos amigos del alma, Jaime Naifleisch y Marcelo Birmajer, otro de los nuestros. A éste incluso le ha tomado prestado un personaje, Elías Traúm, de la impagable Tres mosqueteros. El Traúm de Birmajer era un tipo de los servicios secretos israelíes que pretendió salvar a dos amigos de sí mismos, de los milicos y de sus esbirros paras. No lo consiguió. El de Horacio regresa a la Argentina con la intención de ajustarle las cuentas a un tipo que ha envejecido miserablemente como pensionista suizo en un pueblito dejado de la mano de Dios pero que de joven se dio una buena vida de asesino en su país natal, el Rei(ch)no del Espanto. Tampoco lo consigue. Pero porque alguien le gana por la mano.
 
Horacio e Israel. "Cuento en En defensa de Israel, citando una frase de Malraux, que todo hombre lúcido y activo es o será fascista si no tiene una lealtad que se lo impida; para él esa lealtad fue la República española, para mí fue Israel", me dijo en una ocasión que no viene al caso. Horacio se crió en el legendario Once bonaerense, ha vivido rodeado de judíos y de siempre ha reflexionado sobre el yiddishkeit y el Estado de Israel. También en El camino del norte, cuyos protagonistas son, por lo demás, casi todos de la estirpe de David.
 
Hay un pasaje especialmente interesante, el speech que le suelta un sionista pasivo, forzado por las circunstancias: Rosen padre, a otro que lo es con fervor y a pie de obra: Rosen hijo. En él resuenan voces como la de Albert Einstein, la de alguno de los personajes de Isaac Bashevis Singer y la del propio Horacio, que defiende como un kibbutznik de los viejos tiempos el Estado fundado por Ben Gurión pero a la vez lamenta la destrucción de los judíos de Europa, esa vasta pérdida irreparable, cultural y humanamente hablando. Para todos.
 
¿Qué más tenemos en El camino del norte? Pues tenemos tributos memorables al amor y la amistad, emotivos intercambios entre creyentes y agnósticos a su pesar, breves y sentidos homenajes a un grande de la novela negra, elaboraciones de altos vuelos sobre la identidad, la Historia y la cultura, las migraciones, los exilios, el sexo a tal y cual edad, la política, la revolución, la vida que se vive y la que no; incluso un despliegue de aforística de la mejor escuela en las citas-atrio con que principian los sucesivos capítulos.
 
En definitiva, se trata de una novela, una de las mejores, de ese escritor de una pieza que escribe en estas páginas sobre las guerras de toda la vida, atiende por el nombre de Horacio Vázquez-Rial y jamás se junta con los cagapoquito del arte por el arte, tan gomosos, fuesen y no hubo nada siempre, qué remedio. Tampoco con los falsarios, ni con los que se metieron a escritores porque no se sacaron la oposición a notario.
 
Asómense a sus páginas y ya me dirán si merecía o no la pena saber de esta historia que transcurre al otro lado del Charco, en la otra orilla para nosotros pero no para Horacio, tan español como las cinco en punto de la tarde y más argentino que una pava de mate.
 
 
HORACIO VÁZQUEZ-RIAL: EL CAMINO DEL NORTE. Norma (Bogotá) / Belacqua (Barcelona), 2006; 214 páginas. II Premio La Otra Orilla (2006).
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