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Warren Graham

Ahorro, un problema sin solución

¿Cuánto tiempo dedican a estudiar la compra de un teléfono móvil, un ordenador o un coche comparado con lo que dedican a planificar su futuro y a buscar las alternativas más adecuadas?

En épocas de crisis, los viejos problemas reaparecen. Uno de los problemas históricos que seguimos sin resolver es la gestión del ahorro a largo plazo.

El ahorro es aquella parte de los ingresos que no se gasta y con los que, gracias a un sacrificio, se consiguen unos recursos adicionales en el tiempo para un posterior consumo. El ahorro es una variable crítica de cualquier sociedad, puesto que con ella se consigue mejorar el nivel de vida de sus habitantes.

Asimismo, el ahorro sirve para trasladar el exceso de capital de aquellos participantes del mercado que no lo necesitan inmediatamente hacia otros que sí. De esta manera se consigue una mejor asignación de recursos en la economía y todos mejoran su bienestar.

Para los ahorradores, se deben crear sistemas de canalización adecuados y seguros que, en distintas formas, permitan proveer al sistema de casi cualquier importe, a casi cualquier plazo, y casi con cualquier riesgo. Pero, sobre todo, los ahorradores requieren una formación básica necesaria para poder tomar decisiones de inversión y planificación adecuadas a sus necesidades.

Por otro lado, los receptores de dicho ahorro tienen que ser capaces de adecuar sus necesidades según la distinta oferta del mercado, bajo un reglamento jurídico que asegure el repago de dichos fondos.

Pero, ¿de dónde surge el ahorro? Principalmente se origina en el sector privado, es decir, de los particulares. Esto es, de los pequeños inversores que granito a granito van juntando unas importantes "balsas de ahorro". Las empresas y las administraciones públicas son las que acaban utilizando de manera agregada dichos fondos bien para invertir o para gastar.

Mirando a la industria del ahorro, observamos que las familias disponen relativamente de pocas alternativas para rentabilizar su dinero: los depósitos bancarios, los fondos de inversión, planes de pensiones, seguros o las inversiones directas en los activos tradicionales como la bolsa, los bonos o algunas inversiones alternativas donde no se demanden grandes importes para acceder y siempre que uno entienda lo que hace. Quizás de todo lo anterior, el producto más popular para el ahorro de medio y largo plazo sean los fondos de inversión.

La industria de los fondos es de absoluta importancia y requiere verse fortalecida para que sea más competitiva, eficiente y pueda llevar a cabo mejor su cometido. Para esto es necesario que, por un lado, los costes bajen, se aumente la formación a los inversores, y que la información comercial sea menos engañosa tanto por acción como por omisión. Pero, por otro lado, también es necesario que existan menores conflictos de interés, ya que éstos acaban en muchas ocasiones colocando al ahorrador en una situación de indefensión.

El problema es la falta de diferenciación entre el asesoramiento y la comercialización y que el origen de esta confusión esté, en muchos casos, en los fondos de inversión. No hay una regulación aplicada –aunque MIFID, la directiva europea de los mercados financieros, está en proceso– que prevenga con éxito las prácticas habituales a las que se exponen los clientes, como son la falta de transparencia, los conflictos y los incentivos espurios.

El sistema vigente permite amalgamar la idea de comercialización y asesoramiento, sin que sea necesario aclarar las grandes diferencias entre las dos. En el primer caso, el cliente es el dinero. Mientras que en el segundo, el cliente es el cliente, pues es éste quién paga por el asesoramiento.

A raiz de lo anterior, otra área que no está completamente resuelta es la de la venta de productos. En muchos casos, el producto estrella del mes es el que más comisiones paga o el que interesa, por diferentes motivos, incentivar por parte de las entidades. Asimismo, pudiera ser que los comercializadores aconsejasen a los diseñadores de productos cuáles son más convenientes lanzar según las exigencias del guión y por supuesto de las comisiones que les acompañe.

Dicho esto, los males de la industria son sólo posibles, en gran medida, por la ignorancia y arrogancia de los clientes, que se permiten a sí mismos convertirse en sus principales enemigos cuando no dedican una mínima atención a sus correspondientes obligaciones. ¿Cuánto tiempo dedican a estudiar la compra de un teléfono móvil, un ordenador o un coche comparado con lo que dedican a planificar su futuro y a buscar las alternativas más adecuadas?

Si el ahorro a largo plazo es tan importante para la sociedad, ¿por qué no incorporar su enseñanza en los colegios y los programas de televisión y radio de amplia difusión?

¿Por qué no fomentar fiscalmente, al contrario de las tendencias actuales, el ahorro para que los particulares se sientan incentivados, y porqué no penalizar, en caso necesario, a los que lo usen? ¿Por qué no permitir que el asesoramiento sea deducible en el IRPF y así conseguir que el que no tenga conocimientos los pueda subcontratar?

¿Por qué no fomentar que las empresas formen a sus empleados sobre cómo ahorrar, cómo evitar ser cómplices de posibles engaños, y cómo motivarles para que sean capaces de mejorar su calidad de vida actual y futura?

Una industria del ahorro competente y eficiente redunda en una economía más sólida y por ende en beneficio para toda la sociedad. Pero para que podamos alcanzar tal noble fin necesitamos un pequeño esfuerzo por parte de todos, empezando por los propios ahorradores, a quienes hay que ayudar a entender y formarse, seguidos por los reguladores, quienes deben de incentivar conductas adecuadas y vigilar las buenas prácticas de los actores de la industria.

En Libre Mercado

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