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Richard W. Rahn

Receta para el fracaso

Tradicionalmente, Estados Unidos ha sido líder internacional en innovaciones tecnológicas porque gozába de un sistema abierto que permitía a los innovadores obtener el respaldo financiero para desarrollar y comercializar sus proyectos.

Si usted fuera enemigo acérrimo de Estados Unidos y quisiera estremecer a este país atacando un sector clave, su blanco sería la industria de la informática, Internet y telefonía móvil que, junto con una muy hábil ingeniería financiera, han aportado gran parte de nuestro crecimiento económico en los últimos 25 años. Debido a que como agente de un gobierno enemigo no le sería posible destruir ese sector de nuestra economía, podría más bien inducir a los políticos estadounidenses a imponer regulaciones e impuestos destructivos a esas joyas de la economía estadounidense para que deje de ser competitiva. La triste realidad es que el Congreso, los estados, los gobiernos municipales y las agencias reguladoras han estado atacando continuamente a estos mismos sectores, los más productivos de nuestra economía.
 
La tecnología de la información, los computadores y las telecomunicaciones ahora contribuyen más del 80 por ciento al crecimiento de nuestra productividad, en comparación con 42 por ciento en la Unión Europea. El rendimiento por hora trabajada en la industria electrónica y de computación ha aumentado más de 200 por ciento en los últimos 10 años, lo cual es cinco veces más que el aumento promedio del resto de la industria estadounidense. El precio de un teléfono móvil es menos de dos tercios de lo que costaba hace una década. Las llamadas de larga distancia, especialmente las internacionales, costaban varios dólares por cada minuto. Hoy, con las nuevas tecnologías de voz en Internet, como Skype, el costo de las llamadas a cualquier parte del mundo es casi cero.
 
En un mundo racional, los científicos, ingenieros, técnicos, gerentes, financieros y empresarios que han hecho posible todo esto, serían tratados con admiración y respeto. Por el contrario, los medios y una clase política llena de infantil envidia, los acusan de haberse enriquecido, lo cual aporta la excusa para imponerles exageradas regulaciones e impuestos adicionales a las más exitosas actividades de nuestra economía.
 
Tradicionalmente, Estados Unidos ha sido líder internacional en innovaciones tecnológicas porque gozába de un sistema abierto que permitía a los innovadores obtener el respaldo financiero para desarrollar y comercializar sus proyectos. El proceso típico solía ser que un individuo o un pequeño grupo con una nueva idea acudiera a familiares y amistades para conseguir el capital inicial. Después de que se comprobara que la idea funciona y que existe una demanda para el nuevo producto, se vendían acciones de la empresa y se conseguía más financiación. Las altas ganancias potenciales compensaban los riesgos.
 
A pesar de que esa es la historia del éxito estadounidense, los políticos y los burócratas (la mayoría de los cuales jamás han tenido una idea innovadora en su vida) continúan en su esfuerzo de aplastar la creatividad. El mercado de lanzamiento inicial de nuevas empresas al público, llamado IPO, está cayendo en Estados Unidos y desplazándose a otros países. Los capitales que especulan con nuevos proyectos están reduciendo sus inversiones y legislaciones como la ley Sabanes-Oxley ha aumentado exageradamente el costo de ofrecer en la Bolsa las acciones de una empresa.
 
Las regulaciones y los costes excesivos de auditorías absorben buena parte de los beneficios potenciales, mientras que el Congreso y los gobiernos locales aplican impuestos destructivos y absurdos a las empresas de teléfonos celulares. Esa discriminación impositiva contra un producto que aporta a la productividad del comercio y mejora la calidad y seguridad de nuestras vidas no proviene de mentes claras.
 
Podemos estar seguros de que si Estados Unidos pierde su liderazgo en estas nuevas tecnologías, los políticos y burócratas encontrarán a algún chivo expiatorio.       

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