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Ricardo Medina Macías

Reformas y sociedad abierta

2. Dado que no hay aquí en la Tierra reformas últimas, definitivas y perfectas, la pregunta no debe ser si tal o cual reforma nos llevará directos al paraíso –ninguna lo hace– sino si significa un avance o un retroceso.

La democracia es un sistema en permanente reforma; sólo las tiranías, surgidas de idealismos totalizadores, se resisten a reformarse y sólo los fanáticos, intoxicados igualmente de idealismo totalizador, repudian el reformismo y exigen revoluciones definitivas, que resuelvan todo de la noche a la mañana.

Una de las grandes enseñanzas de Karl Popper, útil tanto para el científico en busca de la verdad como para el político en busca de mejores arreglos institucionales para la vida social, fue la prevención contra el idealismo platónico y hegeliano que propone soluciones holísticas o totalizadoras, definitivas.

La tentación revolucionaria surge de la superstición idealista de estirpe platónica: hay un mundo de ideas y arquetipos perfectos y bastaría con que alguien lo establezca en la vida social para que reinen la paz, la armonía y la justicia perfecta. Un gran mérito filosófico de Popper fue justamente revelar cómo Hegel –abuelo común del marxismo y del neopositivismo– es el eslabón intelectual entre Platón, que proclamaba la tiranía de los sabios como el gobierno perfecto, y los atroces totalitarismos que el mundo padeció en el siglo pasado.

Dando un salto de la filosofía a la vida pública cotidiana encontramos la expresión de ese idealismo totalizador en la retórica grandilocuente de no pocos políticos que sólo ofrecen la disyuntiva entre todo o nada. Matizada, esa misma grandilocuencia está en quienes siempre encuentran motivos de rechazo hacia cualquier intento de reforma porque les parece lleno de imperfecciones, se les antoja tímido o parcial o no se aviene con un mundo abstracto de esencias ideales e inmutables.

A veces, incluso esas pretendidas esencias inmutables –por ejemplo: "soberanía nacional" o "identidad nacional"– se acaban revelando como auténticas patrañas cuando las confrontamos con la realidad.

Al discutir una reforma, como la reforma fiscal, sería muy provechoso que no se olvidasen estos dos sencillos principios:

  1. Dada nuestra incapacidad de abarcar de un solo golpe toda la realidad, está en la naturaleza de la democracia reformarse continuamente, como quien procede por aproximaciones o, incluso, por ensayo y error.
  2. Dado que no hay aquí en la Tierra reformas últimas, definitivas y perfectas, la pregunta no debe ser si tal o cual reforma nos llevará directos al paraíso –ninguna lo hace– sino si significa un avance o un retroceso.

La grandilocuencia sólo estorba.

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