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Serafín Fanjul

Héroes de Baler

¿Qué reconciliación propugnan si lo primero que quieren es desenterrar a Franco y José Antonio para darse el gusto de la venganza con el cadáver de lo que no pudieron hacer con el personaje cuando vivía? ¡Qué manía tiene esa gente por desenterrar muertos!

El 3 de junio de 1899, tras casi un año de resistencia y cuando ya hacía muchos meses que el Gobierno español se había rendido ante el de Estados Unidos, el teniente Saturnino Martín Cerezo entregó a los tagalos la ermita donde se había atrincherado (Baler, Luzón), al mando de cincuenta hombres. De la fuerza sólo sobrevivieron 32 y omitimos los detalles del cerco y acoso porque no son materia apropiada para esta página. Baste saber que el teniente publicó en 1904 la relación de aquella gesta con el nombre de Sitio de Baler, libro reeditado varias veces con otros títulos y sobre el cual se hizo una película que, vagamente, recuerdo haber visto siendo muy niño y de la que sólo se me quedó la melodía de la pegadiza habanera Yo te diré. Son los Últimos de Filipinas y convendrán conmigo en que merecen respeto, admiración y alguna que otra mención de su memoria en cualquier lugar de España. No es pedir mucho.

Como, por añadidura, se daba la circunstancia de que Martín Cerezo había nacido en Miajadas (Cáceres) en 1866, el Ayuntamiento de la capital provincial –supongo– decidió imponer a una de sus calles el nombre de Héroes de Baler, pronunciándose así por la glorificación colectiva del grupo, convertido en paradigma de valor, pugnacidad y obediencia a los compromisos adquiridos, en aquel caso defender la posición encomendada, aun después de perder el contacto con los mandos y la esperanza de socorros. Los Últimos de Filipinas pasaron a formar entre los modelos de la valentía española, o fueron epígonos de la misma, porque hoy en día a saber cómo anda tal virtud.

Hasta que el sectarismo vengativo de Rodríguez, en fértil simbiosis con el analfabetismo de su tropa, se ha sacado su ley de Memoria Histórica, uno de cuyos objetivos centrales es erradicar todos los símbolos franquistas (ya van quedando pocos) de la vida pública. Así pues, el Ayuntamiento de Cáceres (de PSOE e IU), a iniciativa de Izquierda Unida y con el rápido aplauso de los socialistas, ha resuelto eliminar el nombre de la calle Héroes de Baler por "franquista". Obviamente, frente a la evidencia de no tener ni idea de quiénes eran esos "héroes", la izquierda opta –como siempre– por la solución más burra, la que mejor los define. Días más tarde, cuando ya la rechifla, el ridículo y el ludibrio caían en cascada sobre la maravillosa ciudad de Cáceres, los catetos municipales –dignos de sus votantes– comprendieron su pifia y dieron marcha atrás. El suceso ha pasado sin pena ni gloria en noticias breves de algún periódico y más nada, pero a un servidor le parece requetegrave.

Y es grave no sólo porque la izquierda, con suficiencia perdonavidas, se la pasa presumiendo de ser depositaria y dueña en exclusiva de la cultura (también por culpa de la derecha que se lo permite, reconozcámoslo); y no sólo por venir el lance inserto en este despropósito generalizado de la "Memoria Histórica", que tanto –y con tanta razón– se ha criticado. Casos similares al de Cáceres proliferan por toda España y con el mismo fundamento, no se me encabriten, pues, los cacereños (al menos quienes no votaron a los sabios progres) porque historietas así suceden en cualquier parte. Por ejemplo, en Granada, a principios de la Transición, un notable cateto local, comunista por más señas, propuso muy ufano eliminar del frontis de la Chancillería, edificio del siglo XVI, los "símbolos franquistas" que en él campeaban y que no eran otros sino el yugo y las flechas del escudo de los Reyes Católicos. Por fortuna, alguien aclaró la realidad y la barrabasada progresista no siguió adelante, aunque dudo que el botarate quedase tranquilo. Si algún otro sabio de izquierdas no ha aportado su erudición como crítico artístico, espero que la susodicha fachada continúe entera.

Pero no se reduce el problema a Cáceres y Granada. En Madrid, antes de que entre en vigor la ley de la revancha, ya andan despendolados los progres haciendo circular listas de calles, monumentos y demás que se deben eliminar por "franquistas", desde Muñoz Seca a Calvo Sotelo, cuando el uno no tuvo tiempo ni ocasión de serlo, antes de que lo mataran, preso como estaba, y el otro fue asesinado por los socialistas cuatro días antes de empezar la guerra. No obstante, no querríamos fijarnos en la vertiente estrictamente política del asunto: otros muchos comentaristas lo están haciendo, bien y por todos los ángulos imaginables. Por lo tanto me ceñiré a dos aspectos, el primero la supuesta reconciliación que preconiza la ley. Hace unos días, el periodista J. M. Calleja, connotado currito del PSOE y a sueldo del grupo PRISA, sugería un futuro de vino y rosas para el Valle de los Caídos, "despolitizado, neutral y lugar para la reconciliación"... A otro perro con ese hueso. Como un servidor –al igual que la inmensa mayoría de los celtíberos vivos– no tiene que reconciliarse con nadie por la Guerra Civil, dado que nació bastante años después de su finalización y dado que todos sus familiares que sí la vivieron no fueron ofensores de los rojos, sino ofendidos por ellos, no ve la necesidad, ni la lógica, de implorar perdón por delitos o faltas no cometidos.

Y volvamos a lo del perro y el hueso: ¿quién se cree –aparte del PP, que ha votado a favor de la "despolitización"del Valle– que se van a conformar con prohibir las concentraciones falangistas el 20 de noviembre, que, por cierto, ya estaban prohibidas? ¿Qué reconciliación propugnan si lo primero que quieren es desenterrar a Franco y José Antonio para darse el gusto de la venganza con el cadáver de lo que no pudieron hacer con el personaje cuando vivía? ¡Qué manía tiene esta gente por desenterrar muertos! Necrofilia y necrofobia simultáneas. Es en balde explicarles que más vale dejar a los muertos en paz, o que dudo mucho que a los protagonistas de aquellos tristes acontecimientos, quienes de veras los sufrieron, les gustase contemplar este despliegue de miseria moral. Porque ninguno de estos aguerridos rojos sobrevenidos para la ocasión vivieron la guerra, con excepción del benefactor Carrillo, cuya calaña ética no voy a describir.

Sin embargo, ante el incidente cacereño de Baler, aun hay un segundo capítulo que resulta en verdad gravísimo, por trascender la pugna política inmediata: el nivel cultural de nuestro país que denota. Cualquier analfabeto puede asaltar los cargos públicos a través de la Nomenclatura de su partido y cualquier indocumentado puede llegar a La Moncloa, dispuesto a perpetrar leyes para –entre otros objetivos– vengar al abuelito que no conoció: ¡Qué desfile de cadáveres para la Pasarela Cibeles! Al tiempo, el creativo espantajo, deja su impronta magistral, de su puño y letra, en el preámbulo de la ley, del mismo modo que las moscas petulantes dejan el punto negro de sus cagalitas en los manuscritos antiguos, única forma de dejar constancia de su paso por la vida.

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