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Ricardo Medina Macías

La falacia de la competitividad

El gran engaño es que dicha mejora en la "competitividad" –temporal y hasta ilusoria– se ha pagado en detrimento de la productividad del país y de los consumidores y contribuyentes porque gravita sobre las finanzas públicas.

La competitividad, entendida como mejorar la posición del país o de las empresas nacionales en tal o cual listado mundial, suele convertirse en una coartada para reforzar el intervencionismo del Gobierno y el fracasado modelo mercantilista. Lo que debe importarnos es una productividad que se mide de forma bien sencilla: mayor bienestar para los consumidores.

No se trata de un prurito semántico o de carácter académico, sino de distinguir entre dos modelos económicos radicalmente distintos. Competitividad no es lo mismo que productividad. Sobre todo, la diferencia entre uno y otro concepto se vuelve abismal cuando en algunos países la competitividad se entiende, en el discurso público, como sinónimo de ganar mayor participación en el mercado global (exportaciones) o mayores crecimientos en los márgenes de beneficios de las empresas, con la ayuda de regulaciones gubernamentales o de dinero público.

Con gran desparpajo muchos empresarios imploran que el Gobierno les dote de mayor "competitividad", otorgándoles créditos en condiciones especiales, cerrando fronteras mediante barreras al comercio (arancelarias o no), subsidiando precios y tarifas, condonando impuestos, poniendo barreras a la inversión extranjera, encareciendo la entrada a tal o cual rama de actividad mediante regulaciones y controles. Incluso, todavía hay quienes piden "devaluaciones competitivas".

Pongo un ejemplo común: los precios y las tarifas de la energía en un entorno en el cual su producción, suministro y comercialización son monopolio del gobierno. Muchos empresarios razonan que el hecho de que el Gobierno subsidie dichos precios incrementaría la competitividad de su país (la típica extrapolación: "si me va bien a mí, quiere decir que le va bien al país"). El razonamiento es simple: "Si mi empresa paga menos por la energía, estoy en mejores condiciones para competir globalmente". ¡Viva la competitividad!

El gran engaño es que dicha mejora en la "competitividad" temporal y hasta ilusoria– se ha pagado en detrimento de la productividad del país y de los consumidores y contribuyentes porque gravita sobre las finanzas públicas. La competitividad alcanzada mediante políticas y regulaciones que nos hacen retroceder en la productividad sólo refuerza el mercantilismo que ha lastrado el desarrollo de América Latina.

Una mejora productiva, por seguir con el ejemplo, sería abrir el sector energético a la competencia global. Terminar con el monopolio. Punto. Lo demás es volver al viejo juego de las complacencias mutuas entre gobiernos y cazadores de rentas.

En Libre Mercado

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