Después de su última tarde con Teresa, el Pijoaparte volvió al barrio, al Carmelo, y se metió en uno de esos pisitos de protección oficial que se hundieron el otro día. El pobre Manolo no levantaría cabeza desde que ella lo dejara por uno de aquellos herederos ociosos que jugaban a la revolución desde la barra del Bocaccio. Ahora, es un paleta jubilado con el cuerpo amojamado del reuma. Y en la Generalidad, no saben qué hacer con él ni con los otros mil que han quedado en la calle por lo del túnel. De momento, Maragall lo tiene aparcado en un hotel hasta que se le ocurra algo.
Estos días, el viejo Manolo se está topando con caras que no veía desde entonces, cuando se colaba en los guateques de Pedralbes y las progres con doncella lo confundían con un tal Lenin –o Lenín, que nunca supo cómo se pronunciaba eso–. Hasta el President ha ido a verlo para darle unas palmaditas en la espalda: “Tranquilo, Manolo, que vamos a remodelarlo todo y esto va a quedar mejor que los barrios altos que tanto te gustaban de chaval”. Pero Manolo anda con la mosca detrás de la oreja. Como la prensa no cuenta nada, por el barrio vuelven a correr aventis igual que en la posguerra. Se dice que el túnel de maniobras que ha provocado el corrimiento de tierras no aparecía por ningún lado en el proyecto original. Y que si ha habido tanta prisa en sellarlo con dieciséis mil metros cúbicos de hormigón, también podría ser porque “sin el cuerpo del crimen, no hay delito”.