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Zoé Valdés

La 55 Biennale

A mi llegada ayer a Venecia para la 55 Biennale hací­a un sol espléndido y un calor picante, comparado con la primavera de Parí­s, gélida, gris y aguada.

A mi llegada ayer a Venecia para la 55 Biennale hací­a un sol espléndido y un calor picante, comparado con la primavera de Parí­s, gélida, gris y aguada, el recibimiento en el aeropuerto y en el apretado vaporetto lleno de turistas me pareció majestuoso. Pero al instante una pareja de rusos que trataba de filmar el trayecto en barco me agrió los primeros minutos de hechizo. Qué gente tan brusca, empujando para acá y para allá, pisoteándolo a uno, y con una falta de educación inaguantable; lo primero que hicieron fue colarse, como en la época en que les llamábamos bolos en Cuba, y se creí­an los dueños del paí­s. Lo eran. Lo fueron por treinta años, pero a nadie le molestó esa invasión, nada más que a los que la padecimos.

Llegué al apartamento cerca del Giardini y al rato salí a pasear por Venecia, no la turística precisamente, sino la de vecindario. Milagros Maldonado, querida amiga y anfitriona, condujo a sus invitadas a la exposición de Zimbabue y a la de un chino ecológico, una verdadera rareza, ¿verdad? Ambas me fascinaron. Ya escribiré más adelante sobre ellas.

A la entrada de la exposición pudimos apreciar una instalación hecha con tubos de luz frí­a, de distintos colores y tonos pálidos. Al salir, la guardiana del sitio, alarmada, nos advirtió que debí­amos esperar o salir por otra puerta, pues alguien habí­a pisado sin darse cuenta uno de los tubos de luz frí­a haciéndolo añicos.

Al parecer se trataba de un turista que filmaba un video casero para colgarlo en su Facebook. Me imagino que es de ese tipo de criatura que para poder vanagloriarse de que estuvo en la Biennale de Venecia, en lugar de disfrutar in situ de la Biennale y de Venecia, empezó a filmar sin mirar antes; porque es de los que no goza del instante hasta que no se ve colgado en Facebook. Ni la Biennale ni Venecia le importan, sino su orgullo paleteado y expuesto en Facebook. Por eso me di de baja de ese engendro, que lo único que ofrece es una pérdida de tiempo, y un estado totalmente paranoico y abominable de la comunicación y de las relaciones humanas.

Sentada en un peldaño de mármol de la Piazza San Marco hice un recorrido por mis viajes anteriores a esta hermosí­sima y vital ciudad. En épocas precedentes los negocios en su gran mayorí­a estaban administrados por venecianos, ahora por chinos. Y no había tantos rusos creyéndose los dueños del Café Florian. Además, ahora hay que pagar diez euros por persona por la música que toca una orquestica de medio pelo, que es como para cortarse las venas con un peine plástico.

Al rato enfrió, las nubes bajaron, y la resplandeciente Basí­lica perdió brillantez, entonces volvió a relucir bajo esos indescriptibles tonos sepias, con pinceladas en ocre; que es como me gusta a mí­.

En una hora estarí­amos comiendo una pasta maravillosa y saludable en la casa de unos periodistas amigos de Milagros Maldonado. Hablamos de Cuba, de Venezuela, pero no más de diez o quince minutos, el resto de la conversación fue en torno a la 55 Biennale, que ellos ya vieron casi en su totalidad, y acerca de su incuestionable magnificencia (este año es de las mejores que se han forjado), y que me dispongo a disfrutar en un rato.

Regresamos caminando de la Ví­a C'a d'Oro hasta Giardini, tras un violento aguacero veneciano. En el Puente de los Suspiros, allí donde se me apareció el Ángel de Dora Maar, le hice un homenaje al pintor cubano fallecido en el exilio, Roberto Garcí­a York, un amante y asiduo visitante de Venecia, de sus carnavales y de su Biennale.

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