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La siesta como acto de resistencia

Vivimos en una época en la que fallar es de perdedores y descansar es sospechoso. Como si no hacer nada fuera un acto revolucionario.

Vivimos en una época en la que fallar es de perdedores y descansar es sospechoso. Como si no hacer nada fuera un acto revolucionario.
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Anya se levanta a las cuatro de la mañana. Lo primero que hace no es bostezar, ni mirar el móvil, ni odiar a nadie. Ella sumerge la cara en una olla llena de hielos y fresas. Así, como lo leen. Después hace yoga, se toma un té de algo impronunciable y probablemente da las gracias por existir, todo esto antes del amanecer. Ella es Anya Matusevich, influencer, o algo así, para más señas, por si quieren imitarla. Como Anya, cientos más.

Luego están los que duermen con un esparadrapo en la boca —el célebre "taping bucal", 8,99 euros el pack de 60— y nos deleitan a las cinco de la mañana con vídeos donde se lo arrancan con solemnidad, como si acabaran de salir de una operación de cirugía menor. Se retiran una mascarilla de la cara, otra del abdomen (porque al parecer ahora se puede adelgazar en fase REM), algún cacharro del pelo para mantener el volumen, y acto seguido nos bendicen con su rutina de skincare matinal. El mensaje es claro: para estar guapo, hay que dormir mal.

Estas liturgias del insomnio, cada vez más comunes entre gurús del bienestar en redes, no son otra cosa que atentados sistemáticos contra el descanso. Eso sí, bien iluminados y con música ambiente.

Yo me levanto a las ocho y cuarto. A veces a las nueve. Con suerte. Y lo primero que hago es maldecir el despertador, tropezar con alguna prenda olvidada en el suelo y dudar —durante unos segundos gloriosos— si es socialmente aceptable no ducharse hoy.

Instagram, mientras tanto, sigue su curso. Y su algoritmo. Nos han convencido de que el ser humano ideal se despierta antes que el sol, entrena como si tuviera un contrato con Marvel, desayuna quinoa con semillas de "yo no sé qué" y, además, trabaja con pasión, gana dinero, tiene pareja, piel perfecta y casa ordenada. Todo, claro, grabado con luz natural y voz en off inspiradora.

La estética del superhombre productivo está en auge. Si Nietzsche levantara la cabeza y se diera un paseo por Instagram, no vería a su "Übermensch", sino a una especie de "superhombre performático" de zumo verde y abdominales marcados. No alguien que se reinventa desde la voluntad de poder, sino desde el algoritmo y la ansiedad de no fallar. Un esclavo del like, no un espíritu libre. Nietzsche no gritaría "¡Dios ha muerto!", sino algo más urgente: "¡La siesta ha muerto!". Ahora Dios madruga, se graba y toma colágeno hidrolizado, diría el filósofo.

Y todo esto, como toda tendencia, viene con merchandising emocional. "Haz más, sé más, duerme menos". Duerme solo si puedes monetizarlo con un reel.

Vivimos en una época en la que fallar es de perdedores y descansar es sospechoso. Como si no hacer nada fuera un acto revolucionario. Y en realidad, lo es.

La autoexplotación se nos ha colado por la puerta de atrás, pero con estilo. En formato vídeo, con música suave y un filtro sepia.

¿Y la siesta? ¿Dónde quedó nuestra siesta? Esa tradición tan española, tan nuestra, tan sensata. Dormir después de comer no es vagancia, es sabiduría milenaria. Pero claro, no cabe en una rutina de "5 am". No es sexy, no es vendible, no es admirable. Nadie hace un reel de sí mismo babeando sobre el sofá con la boca entreabierta o en pijama y antifaz a las cuatro de la tarde en la cama.

Nos han vendido que descansar es un lujo innecesario y una debilidad. Y yo quiero reivindicarlo como un derecho. El derecho a no ser constante. El derecho a no querer meditar a las seis de la mañana. El derecho a vivir sin culpa si no has escrito tu diario de gratitud hoy.

Dormir bien debería ser símbolo de éxito. Fallarlo todo a veces, también. Porque a estas alturas, sobrevivir con dignidad es suficiente. Y si hay siesta, mejor.

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