
La Navidad tiene algo de exceso bien coreografiado. Luces que compiten entre sí, mesas que se alargan como si el año hubiera sido una escasez perpetua y brindis que, a veces, suenan más a consigna que a celebración. Está bien. No seré yo quien le quite brillo a la opulencia estacional. Pero hay un punto (siempre lo hay) en el que ese ruido se vuelve un poco insoportable.
Confieso que, llegado ese momento, a mí me entran ganas de irme al Caribe (es más, volaré este martes). No por huir de la Navidad, sino por desactivar el decorado. Quitarle volumen. Recordar que el espíritu no necesita ni espumillón ni consenso.
Hace unos días lo entendí mejor en una cena muy especial organizada por mi amiga Rocío Rafael junto a la Fundación Contigo, celebrada en el restaurante mexicano ABYA. No fue una velada al uso, sino un encuentro íntimo, atravesado por la vida, la enfermedad y el tiempo. Estuvo presente el Dr. Javier Cortés, cuya manera de estar (serena, profunda, sin estridencias) marcó el tono de una conversación tan necesaria como delicada. La noche se llenó de flamenco (del baile y del cante) con la presencia de Remedios Amaya y grandes figuras del arte jondo.
Allí coincidieron amigos queridos como Eugenia Osborne, Rocío Martín Berrocal, Lázaro Rosa-Violán o Elena Tablada. Personas que estaban, de verdad. Y también, de algún modo, los que ya no están, pero siguen ocupando su lugar. Se habló de cáncer sin dramatismo, de la vida sin concesiones y de la muerte sin miedo. De esa certeza incómoda y luminosa a la vez: vivir no es algo que se deje para después.
Y es que anoche, cenando con mi amigo Pedro, la conversación volvió a ese mismo territorio, aunque en otro escenario. Fuimos al nuevo club de jazz, BABYLON, que acaba de abrir en el Teatro Magno. Un lugar donde el tiempo baja el ritmo, se come sorprendentemente bien y la música acompaña sin imponerse. El diseño lleva la firma de Borja Esteras para el estudio Arquitalia y Shameless Design, en colaboración con la artista Ainhoa Moreno y Porcelanosa. Hay lugares que merecen ser contados cuando generan conversaciones que importan.
Fue allí, entre jazz, buena mesa y una charla sin prisa, donde Pedro me habló de ese otro tipo de Navidad. La que no se anuncia. Me contó, casi como quien habla de otra cosa, que a través de una aplicación estaba haciendo un donativo muy concreto. No dinero abstracto, sino una compra real, elegida por él, enviada directamente a una familia en La Habana. Arroz, aceite, conservas. Lo necesario. Nada heroico. Nada épico. Sesenta euros. Dos meses de comida para una familia cubana.
Pensé entonces en lo poco que hablamos de estas cosas. En cómo la solidaridad real suele ser discreta, casi incómoda, porque no encaja del todo en el relato festivo. No tiene brillo, no tiene dress code, no tiene hashtag. Y sin embargo, es la única que permanece cuando se apagan las luces y se recogen las mesas.
Tal vez la Navidad no sea encender más luces, sino aprender a mirar mejor. Entender que mientras aquí discutimos si sobra o falta, en otros lugares lo esencial sigue siendo un milagro cotidiano. Y que, a veces, el mayor lujo no es tener más, sino poder compartir sin que nadie te mire.
La Navidad, cuando es de verdad, no hace ruido. Se parece más a una conversación tranquila, a una mesa compartida, a esas verdades que no necesitan repetirse para quedarse contigo.
